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sábado, 25 de febrero de 2012

El valor del sufrimiento


El sufrimiento, en todas sus formas, fue desde los orígenes un misterio y una herida para la raza humana. Fue temido, maldecido y apartado, fue un signo de contradicción y una maldición. Jesús se hizo hombre y, al aceptar las consecuencias de nuestra caída y sufrir como todos nosotros sufrimos, elevó el sufrimiento, lo transformó, le dio poder, y entendió el dolor de cada miembro de la humanidad como el suyo. Tanto así, que cuando alivio el dolor de mi hermano, o me compadezco de
él, Jesús considera esto como si se lo hiciera a Él mismo.
Siempre existió sufrimiento, dolor, hambre y sed antes de la Redención, y después de ella incluso, sigue habiendo sufrimiento, dolor, hambre y sed. La Redención me dio más que la exención del dolor: me dio a Jesús, su gracia, el Espíritu, el amor, la paz y la alegría. La Redención me ha elevado por encima del dolor.
Dios no quiere que sufra, así como nunca quiso que Adán y Eva pecaran, pero desde que lo hicieron y yo heredara la debilidad que brotó de aquel pecado, sufro, y siempre tendré que hacerlo.
La Redención de Cristo me hizo merecedor de participar en su Naturaleza Divina como Dios a través de la gracia, y participar en sus sufrimientos como hombre, a través de la Cruz.
Él descendió desde la Gloria hasta mi sufrimiento para que yo pueda elevarme desde mi miseria a su Gloria. Pero para conseguir esto, debo cargar sobre mis hombros al Cristo Total, sufriente y resucitado.
Cargó sobre sí mis pecados para que no pecara más.
Cargó sobre sí mis debilidades para que obtenga la gracia de superarlas.
Cargó sobre sí mi dolor para que pudiera coger sus manos con las mías.
Cargó sobre sí mi humillación para yo pudiera ser elevado hasta su Trono.
Cargó sobre sí la ridiculización y el insulto para que pueda mantenerme de pie en la persecución.
Cargó sobre sí la perdida de sus amigos en las horas de necesidad para que nunca estuviera solo en las mías.
Y luego…
Se mantuvo solo, abandonado por Dios y por los hombres, para que nunca me sintiera desolado ni rechazado.
Ahora es “nuestra” Cruz: suya y mía.
Ahora existe una razón detrás de cada lágrima, cada dolor, cada desconsuelo.
Desde ahora la Cruz no es un signo de desesperanza, ha sido elevada en lo alto y en ella yace el Hijo de Dios.
Ya no es más un signo de venganza sino un signo de Amor.
Ya no destruye sino que renueva y reconfigura.
Ya no oprime mi espíritu sino que lo vacía para que pueda ser llenado de Dios.
Porque…
Cada desconsuelo vacía mi alma de mí mismo y la llena de Él.
Cada lágrima lava mi alma y la hace más hermosa ante sus ojos.
Cada decepción fortalece mi voluntad para que se adhiera solo a Él.
Cada día de ansiedades me hace buscar su apoyo.
Cada hora de tensión me hace buscar serenidad a su lado.
Cada dolor es añadido a los que sufrió en la Cruz para redimir al mundo.
Cada duda me hace buscar la Verdad y tomarla con fuerza.
Cada separación me hace tomar conciencia de las cosas esenciales.
Cada vez que mi amor es rechazado puedo sentir como se siente Él cuando lo ignoran.
Cada vez que soy tratado injustamente, sé cuáles son fueron sus sentimientos cuando fue llamado un demonio.
Cada vez que el orgullo, los celos, o la ambición sacan la cabeza puedo ver su Corona de Espinas.
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