Lucas añade que el doctor le hace la pregunta a Jesús para
ponerlo a prueba. Él mismo, como doctor de la Ley, conoce la respuesta que da
la Biblia, pero quiere ver qué dice al respecto este profeta sin estudios
bíblicos. El Señor le remite simplemente
a la Escritura, que el doctor, naturalmente, conoce, y deja que sea él quien
responda. El doctor de la Ley lo hace acertadamente, con una combinación de Deuteronomio
6, 5 y Levítico 19, 18: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con
toda tu alma, y con todas
tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo» (Lc 10, 27). Sobre esta cuestión Jesús enseña lo mismo que la Torá, cuyo significado pleno se recoge en este doble precepto. Ahora bien, este hombre docto, que sabía perfectamente cuál era la respuesta, debe justificarse: la palabra de la Escritura es indiscutible, pero su aplicación en la práctica de la vida suscitaba cuestiones que se discutían mucho en las escuelas (y en la vida misma). La pregunta, en concreto, es: ¿Quién es «el prójimo»? La respuesta habitual, que podía apoyarse también en textos de la Escritura, era que el «prójimo» significaba «compatriota». El pueblo formaba una comunidad solidaria en la que cada uno tenía responsabilidades para con el otro, en la que cada uno era sostenido por el conjunto y, así, debía considerar al otro «como a sí mismo», como parte de ese conjunto que le asignaba su espacio vital. Entonces, los extranjeros, las gentes pertenecientes a otro pueblo, ¿no eran «prójimos»? Esto iba en contra de la Escritura, que exhortaba a amar precisamente también a los extranjeros, recordando que Israel mismo había vivido en Egipto como forastero. No obstante, se discutía hasta qué límites se podía llegar; en general, se consideraba perteneciente a una comunidad solidaria, y por tanto «prójimo», sólo al extranjero asentado en la tierra de Israel. Había también otras limitaciones bastante extendidas del concepto de «prójimo»; una sentencia rabínica enseñaba que no había que considerar como prójimo a los herejes, delatores y apóstatas Además, se daba por descontado que tampoco eran «prójimos» los samaritanos que, pocos años antes (entre el 6 y el 9 d.C.) habían contaminado la plaza del templo de Jerusalén al esparcir huesos humanos en los días de Pascua.
tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo» (Lc 10, 27). Sobre esta cuestión Jesús enseña lo mismo que la Torá, cuyo significado pleno se recoge en este doble precepto. Ahora bien, este hombre docto, que sabía perfectamente cuál era la respuesta, debe justificarse: la palabra de la Escritura es indiscutible, pero su aplicación en la práctica de la vida suscitaba cuestiones que se discutían mucho en las escuelas (y en la vida misma). La pregunta, en concreto, es: ¿Quién es «el prójimo»? La respuesta habitual, que podía apoyarse también en textos de la Escritura, era que el «prójimo» significaba «compatriota». El pueblo formaba una comunidad solidaria en la que cada uno tenía responsabilidades para con el otro, en la que cada uno era sostenido por el conjunto y, así, debía considerar al otro «como a sí mismo», como parte de ese conjunto que le asignaba su espacio vital. Entonces, los extranjeros, las gentes pertenecientes a otro pueblo, ¿no eran «prójimos»? Esto iba en contra de la Escritura, que exhortaba a amar precisamente también a los extranjeros, recordando que Israel mismo había vivido en Egipto como forastero. No obstante, se discutía hasta qué límites se podía llegar; en general, se consideraba perteneciente a una comunidad solidaria, y por tanto «prójimo», sólo al extranjero asentado en la tierra de Israel. Había también otras limitaciones bastante extendidas del concepto de «prójimo»; una sentencia rabínica enseñaba que no había que considerar como prójimo a los herejes, delatores y apóstatas Además, se daba por descontado que tampoco eran «prójimos» los samaritanos que, pocos años antes (entre el 6 y el 9 d.C.) habían contaminado la plaza del templo de Jerusalén al esparcir huesos humanos en los días de Pascua.
A una pregunta tan concreta, Jesús respondió con la parábola
del hombre que, yendo por el camino de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de
unos bandidos que lo saquearon y golpearon, abandonándolo medio muerto al borde
del camino. Es una historia totalmente realista, pues en ese camino se
producían con regularidad este tipo de asaltos. Un sacerdote y un levita --conocedores
de la Ley expertos en la gran cuestión sobre la salvación, y que por profesión
estaban a su servicio— se acercan por el camino, pero pasan de largo. No es que
fueran necesariamente personas insensibles; tal vez tuvieron miedo e intentaban
llegar lo antes posible a la ciudad; quizás no eran muy diestros y no sabían
qué hacer para ayudar, teniendo en cuenta, además, que al parecer no había
mucho que hacer. Por fin llega un samaritano, probablemente un comerciante que
hacía esa ruta a menudo y conocía evidentemente al propietario del mesón
cercano; un samaritano, esto es, alguien que no pertenecía a la comunidad
solidaria de Israel y que no estaba obligado a ver en la persona asaltada por
los bandidos a su «prójimo».
Aquí hay que recordar cómo, unos párrafos antes, el
evangelista había contado que Jesús, de camino hacia Jerusalén, mandó por
delante a unos mensajeros que llegaron a una aldea samaritana e intentaron buscarle
allí alojamiento. «Pero no lo recibieron, porque se dirigía a Jerusalén» (9,
52s). Enfurecidos, los hijos del trueno —Santiago y Juan— habían dicho al
Señor: «Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo y acabe con ellos?».
Jesús los reprendió. Después se encontró alojamiento en otra aldea.
Entonces aparece aquí el samaritano. ¿Qué es lo que hace? No
se pregunta hasta dónde llega su obligación de solidaridad ni tampoco cuáles
son los méritos necesarios para alcanzar la vida eterna. Ocurre algo muy
diferente: se le rompe el corazón. El Evangelio utiliza la palabra que en
hebreo hacía referencia originalmente al seno materno y la dedicación materna.
Se le conmovieron las «entrañas», en lo profundo del alma, al ver el estado en
que había quedado ese hombre. «Lc dio lástima», traducimos hoy en día,
suavizando la vivacidad original del texto. En virtud del rayo de compasión que
le llegó al alma, él mismo se convirtió en prójimo, por encima de cualquier
consideración o peligro. Por tanto, aquí la pregunta cambia: no se trata de
establecer quién sea o no mi prójimo entre los demás. Se trata de mí mismo. Yo
tengo que convertirme en prójimo, de forma que el otro cuente para mí tanto
como «yo mismo».
Si la pregunta hubiera sido: «¿Es también el samaritano mi
prójimo?», dada la situación, la respuesta habría sido un «no» más bien
rotundo. Pero Jesús da la vuelta a la pregunta: el samaritano, el forastero, se
hace él mismo prójimo y me muestra que yo, en lo íntimo de mí mismo, debo
aprender desde dentro a ser prójimo y que la respuesta se encuentra ya dentro
de mí. Tengo que llegar a ser una persona que ama, una persona de corazón
abierto que se conmueve ante la necesidad del otro. Entonces encontraré a mi
prójimo, o mejor dicho, será él quien me encuentre.
En su interpretación de la parábola, Helmut Kuhn va más allá
del sentido literal del texto y señala la radicalidad de su mensaje cuando
escribe: «El amor político del amigo se basa en la igualdad de las partes. La
parábola simbólica del samaritano, en cambio, destaca la desigualdad radical:
el samaritano, un forastero en Israel, está ante el otro, un individuo anónimo,
como el que presta ayuda a la desvalida víctima del atraco de los bandidos. La
parábola nos da a entender que el agapé traspasa todo tipo de orden político
con su principio del do ut des, superándolo y caracterizándose de este modo
como sobrenatural.
Por principio, no sólo va más allá de ese orden, sino que lo
transforma al entenderlo en sentido
inverso: los últimos serán los primeros (cf. Mt 19, 30). Y los humildes
heredarán la tierra (cf. Mt 5, 5)» (p. 88s).
Una cosa está clara: se manifiesta una nueva universalidad
basada en el hecho de que, en mi interior, ya soy hermano de todo aquel que me
encuentro y que necesita mi ayuda.
La actualidad de la parábola resulta evidente. Si la
aplicamos a las dimensiones de la sociedad mundial, vemos cómo los pueblos
explotados y saqueados de África nos conciernen. Vemos hasta qué punto son nuestros
«próximos»; vemos que también nuestro estilo de vida, nuestra historia, en la
que estamos implicados, los ha explotado y los explota. Un aspecto de esto es
sobre todo el daño espiritual que les hemos causado. En lugar de darles a Dios,
el Dios cercano a nosotros en Cristo, y aceptar de sus propias tradiciones lo
que tiene valor y grandeza, y perfeccionarlo, les hemos llevado el cinismo de
un mundo sin Dios, en el que sólo importa el poder y las ganancias; hemos
destruido los criterios morales, con lo que la corrupción y la falta de
escrúpulos en el poder se han convertido en algo natural. Y esto no sólo ocurre
con África.
Ciertamente, tenemos que dar ayuda material y revisar
nuestras propias formas de vida. Pero damos siempre demasiado poco si sólo
damos lo material. ¿Y no encontramos también a nuestro alrededor personas
explotadas y maltratadas? Las víctimas de la droga, del tráfico de personas,
del turismo sexual; personas destrozadas interiormente, vacías en medio de la
riqueza material. Todo esto nos afecta y nos llama a tener los ojos y el
corazón de quien es prójimo, y también el valor de amar al prójimo. Pues —como
se ha dicho— quizás el sacerdote y el levita pasaron de largo más por miedo que
por indiferencia.
Tenemos que aprender de nuevo, desde lo más íntimo, la
valentía de la bondad; sólo lo conseguiremos si nosotros mismos nos hacemos
«buenos» interiormente, si somos «prójimos» desde dentro y cada uno percibe qué
tipo de servicio se necesita en mi entorno y en el radio más amplio de mi
existencia, y cómo puedo prestarlo yo.
Los Padres de la Iglesia han leído la parábola desde un
punto de vista cristológico. Alguno podría decir: eso es alegoría, es decir,
una interpretación que se aleja del texto. Pero si consideramos que el Señor
nos quiere invitar en todas las parábolas, de diversas maneras, a creer en el
Reino de Dios, que es Él mismo, entonces no resulta tan equivocada la
interpretación cristológica. Corresponde de algún modo a una potencialidad
intrínseca del texto y puede ser un fruto que nace de su semilla. Los Padres
vieron la parábola en la perspectiva de la historia universal: el hombre que
yace medio muerto y saqueado al borde del camino, ¿no es una imagen de «Adán»,
del hombre en general, que «ha caído en manos de unos ladrones»? ¿No es cierto
que el hombre, la criatura hombre, ha sido alienado, maltratado, explotado, a
lo largo de toda su historia? La gran mayoría de la humanidad ha vivido casi
siempre en la opresión; y desde otro punto de vista: los opresores, ¿son
realmente la verdadera imagen del hombre?, ¿acaso no son más bien los primeros
deformados, una degradación del hombre? Karl Marx describió drásticamente la «alienación»
del hombre; aunque no llegó a la verdadera profundidad de la alienación, pues
pensaba sólo en lo material, aportó una imagen clara del hombre que había caído
en manos de los bandidos.
La teología medieval interpretó las dos indicaciones de la
parábola sobre el estado del hombre herido como afirmaciones antropológicas
fundamentales. De la víctima del asalto se dice, por un lado, que había sido
despojado (spoliatus) y, por otro, que había sido golpeado hasta quedar medio
muerto (vulneratus: cf. Lc 10, 30). Los escolásticos lo relacionaron con la
doble dimensión de la alienación del hombre. Decían que fue spoliatus
supernaturalibus y vulneratus in naturalibus: despojado del esplendor de la
gracia sobrenatural, recibida como don, y herido en su naturaleza. Ahora bien,
esto es una alegoría que sin duda va mucho más allá del sentido de la palabra,
pero en cualquier caso constituye un intento de precisar los dos tipos de daño
que pesan sobre la humanidad.
El camino de Jerusalén a Jericó aparece, pues, como imagen
de la historia universal; el hombre que yace medio muerto al borde del camino
es imagen de la humanidad. El sacerdote y el levita pasan de largo: de aquello
que es propio de la historia, de sus culturas y religiones, no viene salvación
alguna. Si el hombre atracado es por antonomasia la imagen de la humanidad,
entonces el samaritano sólo puede ser la imagen de Jesucristo. Dios mismo, que
para nosotros es el extranjero y el lejano, se ha puesto en camino para venir a
hacerse cargo de su criatura maltratada. Dios, el lejano, en Jesucristo se
convierte en prójimo.
Cura con aceite y vino nuestras heridas —en lo que se
ha visto una imagen del don salvífico de
los sacramentos— y nos lleva a la posada, la Iglesia, en la que dispone que nos
cuiden y donde nticipa lo necesario para costear esos cuidados.
Podemos dejar tranquilamente a un lado los diversos aspectos
de la alegoría, que varían según los distintos Padres. Pero la gran visión del
hombre que yace alienado e inerme en el camino de la historia, y de Dios mismo
que se ha hecho su prójimo en Jesucristo, podemos contemplarla como una
dimensión profunda de la parábola que nos afecta, pues no mitiga el gran
imperativo que encierra la parábola, sino que le da toda su grandeza. El gran
tema del amor, que es el verdadero punto central del texto, adquiere así toda
su amplitud. En efecto, ahora nos damos cuenta de que todos estamos
«alienados», que necesitamos ser salvados. Por fin descubrimos que, para que
también nosotros podamos amar, necesitamos recibir el amor salvador que Dios
nos regala. Necesitamos siempre a Dios, que se convierte en nuestro prójimo,
para que nosotros podamos a su vez ser prójimos. Las dos figuras de que hemos
hablado afectan a todo hombre: cada uno está «alienado», alejado precisamente
del amor (que es la esencia del «esplendor sobrenatural» del cual hemos sido
despojados); toda persona debe ser ante todo sanada y agraciada. Pero, acto
seguido, cada uno debe convertirse en samaritano: seguir a Cristo y hacerse
como Él. Entonces viviremos rectamente. Entonces amaremos de modo apropiado,
cuando seamos semejantes a Él, que nos amó primero (cf. 1 Jn 4, 19).
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