Juan
Pablo II
MEMORIA
E IDENTIDAD
Conversaciones
al filo de dos milenios
Traducción
de Bogdan Piotrowski
Nota
del editor
El
siglo xx ha sido testigo de acontecimientos históricos que han marcado un
cambio decisivo en la situación política y social de muchas naciones, con gran
incidencia en la vida de los ciudadanos. Hace ahora sesenta años del final de
la guerra que, de 1939 a
1945, involucró al mundo en una tragedia de destrucción y muerte. En los años
sucesivos, la dictadura comunista se extendió a diversas naciones de Europa
centro oriental, mientras que la ideología marxista se propagaba en otras
naciones del continente, así como en África, Latinoamérica y Asia. Además, el
paso al siglo xxi se ha visto trágicamente afectado por la plaga del terrorismo
a escala mundial: la destrucción de las Torres Gemelas en Nueva York ha sido su
manifestación más impresionante. ¿Cómo no ver en todos estos acontecimientos la
presencia
activa del mysterium iniquitatis?
activa del mysterium iniquitatis?
Sin
embargo, junto al mal, no ha faltado el bien. Las dictaduras establecidas al
otro lado del «telón de acero» no consiguieron sofocar el anhelo de libertad de
los pueblos subyugados. En Polonia, a pesar de la obstrucción del régimen,
nació y se consolidó el movimiento sindical conocido como Solidarnos´c´. Fue
una señal de reanimación que tuvo eco también en otras partes. Y llegó 1989,
que ha pasado a la historia como el año de la caída del Muro de Berlín,
comenzando rápidamente el desmoronamiento de la dictadura comunista en las
naciones europeas en las que había dominado por decenios. El siglo xx ha sido
también el siglo en que muchas naciones, desde hacía tiempo bajo régimen
colonial, han logrado su independencia. Han nacido así nuevos Estados que, aun
entre condicionamientos y presiones, tienen ahora la facultad de decidir su
propio destino. Hay que recordar, además, la institución de varios organismos
internacionales que, tras la Segunda Guerra Mundial , han asumido la tarea de
salvaguardar la paz y seguridad de los pueblos, comprometiéndose a una distribución
ecuánime de los recursos disponibles, a proteger los derechos de cada persona y
a reconocer las legítimas aspiraciones de los diversos grupos sociales.
Finalmente, no se puede omitir el nacimiento y sucesiva ampliación de la Unión Europea.
Tampoco
en la vida de la Iglesia faltaron acontecimientos que han dejado una huella
profunda, dando el impulso necesario para efectuar cambios de considerable
importancia para el presente y, se espera, también para el futuro del Pueblo de
Dios. Entre ellos descuella sin duda el Concilio Vaticano II (1962-1965), con
las iniciativas que puso en marcha: la reforma litúrgica, la constitución de
nuevos organismos pastorales, el gran impulso misionero, el compromiso en el
campo ecuménico y el diálogo interreligioso, por citar sólo las más destacadas.
Además, ¿cómo no valorar todo el bien espiritual y eclesial surgido de la
celebración del Gran Jubileo del año 2000?
****
Testigo
de excepción de todos estos acontecimientos es el Papa Juan Pablo II. Ha vivido
en primera persona las dramáticas y heroicas vicisitudes de su país, Polonia,
al cual se ha sentido siempre muy allegado. En las últimas décadas ha sido
también protagonista —primero como sacerdote, después como obispo, y finalmente
como Papa— de muchos episodios de la historia de Europa y del mundo entero.
Este libro presenta algunas de sus experiencias y reflexiones, que ha madurado
bajo la presión de muchas formas de mal, pero sin perder de vista la
perspectiva del bien, convencido de que éste, al final, saldrá victorioso. Al
revisar diversos aspectos de la realidad actual, con una serie de
«conversaciones al filo de dos milenios», el Santo Padre se ha detenido a
reflexionar sobre fenómenos del presente a la luz de las vicisitudes del
pasado, en las que ha intentado descubrir las raíces de lo que ocurre en el
mundo de hoy, para ofrecer a sus contemporáneos, como individuos y como
pueblos, la posibilidad de llegar, mediante un retorno a la «memoria», a una
conciencia más viva de la propia «identidad».
Al
escribir este libro, Juan Pablo II ha retomado los temas principales de unas
conversaciones mantenidas en 1993 en Castel Gandolfo. Dos filósofos polacos,
los profesores Józef Tischner y Krzysztof Michalski, fundadores del Instituto
de Ciencias Humanas (Institut für die Wissenschaften von Menschen) con sede en
Viena, le propusieron desarrollar un análisis crítico, tanto desde el punto de
vista histórico como filosófico, de las dos dictaduras que han marcado el siglo
xx: el nazismo y el comunismo. Dichas conversaciones fueron grabadas entonces y
después transcritas. Pero el Santo Padre, aunque se remite a las cuestiones
planteadas en aquellos coloquios, ha considerado oportuno ampliar la
perspectiva de sus reflexiones. Ha querido ir más allá del contenido de
aquellas conversaciones: así ha nacido este libro, en el que se tratan algunos
temas cruciales para el destino de la humanidad, tras los primeros pasos del
tercer milenio.
El
texto mantiene la forma literaria de la conversación, para que el lector
perciba más claramente que no se trata de un discurso académico, sino de un
diálogo familiar en el que, si bien se afrontan con rigor los problemas
planteados y se buscan las respuestas apropiadas, no se pretende hacer un
desarrollo exhaustivo. Las preguntas, en su forma actual, son obra de la
Redacción, y tienen el objetivo de estimular la atención del lector y facilitar
la correcta comprensión del pensamiento papal. Es de desear que quienquiera que
lea este libro encuentre en él respuesta, al menos, a algunos interrogantes que
seguramente inquietan su corazón.
1/
MYSTERIUM INIQUITATIS:
Tras
la caída de los dos poderosos sistemas totalitarios, el nazismo en Alemania y
el «socialismo real» en la
Unión Soviética , que han pesado sobre todo el siglo xx y han
sido responsables de innumerables crímenes, parece llegado el momento de una
reflexión sobre su génesis y sus consecuencias, particularmente sobre las
ideologías que los han hecho germinar en la historia de la humanidad. Santo Padre ,
¿cuál es el sentido de esta gran «erupción» del mal?
El
siglo xx ha sido, en cierto sentido, el «teatro» en el que han entrado en
escena determinados procesos históricos e ideológicos que han llevado hacia la
gran «erupción» del mal, pero también ha sido espectador de su declive. En
consecuencia, ¿sería justa una visión de Europa basada únicamente en la
perspectiva del mal surgido en su historia reciente? ¿No habría más bien en
este enfoque una cierta unilateralidad? La historia moderna de Europa, marcada
—sobre
todo en Occidente— por la influencia de la Ilustración, ha dado también muchos
frutos buenos. En esto refleja la naturaleza del mal, tal como la entiende
santo Tomás, siguiendo las huellas de san Agustín. El mal es siempre la
ausencia de un bien que un determinado ser debería tener, es una carencia. Pero
nunca es ausencia absoluta del bien. Cómo nazca y se desarrolle el mal en el
terreno sano del bien, es un misterio. También es una incógnita esa parte de
bien que el mal no ha conseguido destruir y que se difunde a pesar del mal,
creciendo incluso en el mismo suelo. Surge de inmediato la referencia a la
parábola evangélica del trigo y la cizaña (cf. Mt 13, 24-30). Cuando los
siervos preguntan al dueño: «¿Quieres que vayamos a arrancarla?», él contesta
de manera muy significativa: «No, que podríais arrancar también el trigo.
Dejadlos crecer juntos hasta la siega, y cuando llegue la siega diré a los
segadores: Arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el
trigo almacenadlo en mi granero» (Mt 13, 29-30). En este caso, la mención de la
cosecha alude a la fase final de la historia, la escatológica.
Se
puede tomar esta parábola como clave para comprender toda la historia del
hombre. En las diversas épocas y en distintos sentidos, el «trigo» crece junto
a la «cizaña» y la «cizaña» junto al «trigo». La historia de la humanidad es
una «trama» de la coexistencia entre el bien y el mal. Esto significa que si el
mal existe al lado del bien, el bien, no obstante, persiste al lado del mal y,
por decirlo así, crece en el mismo terreno, que es la naturaleza humana. En
efecto, ésta no quedó destruida, no se volvió totalmente mala a pesar del
pecado original. Ha conservado una capacidad para el bien, como lo demuestran
las vicisitudes que se han producido en los diversos períodos de la historia.
2/
IDEOLOGÍAS DEL MAL
¿Cómo
nacieron, pues, las ideologías del mal? ¿Cuáles son las raíces del nazismo y
del comunismo? ¿Cómo se llegó a su caída?
Las
cuestiones propuestas tienen un profundo significado filosófico y teológico.
Hay que reconstruir la «filosofía del mal» en su vertiente europea, aunque no
sólo europea. Esto nos lleva más allá de las ideologías. Nos impulsa a
adentrarnos en el mundo de la
fe. Hay que afrontar el misterio de Dios y de la creación y,
especialmente, el del hombre. Son los misterios que he querido expresar en los
primeros años de mi servicio como Sucesor de Pedro mediante las Encíclicas
Redemptor hominis, Dives in misericordia y Dominum et vivificantem. Este
tríptico se corresponde en realidad con el misterio trinitario de Dios. El
contenido de la
Encíclica Redemptor hominis lo traje conmigo desde Polonia.
También las reflexiones de la Dives in misericordia fueron fruto de mis
experiencias pastorales en Polonia y especialmente en Cracovia. Porque en
Cracovia está la tumba de santa Faustina Kowalska, a quien Cristo concedió ser
una portavoz particularmente inspirada de la verdad sobre la Divina Misericordia. Esta
verdad suscitó en sor Faustina una vida mística sumamente rica. Era una persona
sencilla, no muy instruida y, no obstante, quien lee el Diario de sus
revelaciones se sorprende ante la profundidad de la experiencia mística que
relata.
Digo
esto porque las revelaciones de sor Faustina, centradas en el misterio de la Divina
Misericordia, se refieren al período precedente a la Segunda Guerra Mundial.
Precisamente el tiempo en que surgieron y se desarrollaron esas ideologías del
mal como el nazismo y el comunismo. Sor Faustina se convirtió en pregonera del
mensaje, según el cual la única verdad capaz de contrarrestar el mal de estas
ideologías es que Dios es Misericordia, la verdad del Cristo misericordioso.
Por eso, al ser llamado a la Sede de Pedro, sentí la necesidad imperiosa de
transmitir las experiencias vividas en mi país natal, pero que son ya acervo de
la Iglesia universal.
Y
esta dimensión original del pecado no podía tener un contrapeso adecuado más
que en la actitud opuesta: Amor Dei usque ad contemptum sui, amor de Dios hasta
el desprecio de sí mismo. De este modo nos adentramos en el misterio de la
Redención del hombre y, en este paso, nos guía el Espíritu Santo. Es Él quien
nos permite llegar a las profundidades del mysterium Crucis. Y también
asomarnos sobre el profundo abismo del mal, cuyo causante y víctima a la vez
resulta ser el hombre en el comienzo de su historia. A esto precisamente se
refiere la expresión «convencerá al mundo en lo referente al pecado». El
objetivo de este «convencer» no es la condena del mundo. Cuando la Iglesia, con
la fuerza del Espíritu Santo, llama al mal por su nombre, lo hace únicamente
con el fin de indicar al hombre la posibilidad de vencerlo, abriéndose a la
dimensión del amor Dei usque ad contemptum sui. Éste es el fruto de la Misericordia Divina. En
Jesucristo, Dios se inclina sobre el hombre para tenderle la mano, para volver
a levantarlo y ayudarle a reemprender el camino con renovado vigor. El hombre
no es capaz de levantarse por sus propias fuerzas; necesita la ayuda del
Espíritu Santo. Si rechaza esta ayuda, incurre en lo que Cristo llamó
«blasfemia contra el Espíritu Santo», declarando al mismo tiempo que es
imperdonable (cf.
Mt
12, 31). ¿Por qué es imperdonable? Porque excluye en el hombre el deseo mismo
del perdón. El hombre rechaza el amor y la misericordia de Dios porque él mismo
se considera Dios. Presume de valerse por sí mismo.
Me
he referido brevemente a tres Encíclicas que me parecen un comentario oportuno
a todo el magisterio del Concilio Vaticano II, y también a las circunstancias
complejas del momento histórico en que nos toca vivir.
En
el transcurso de los años me he ido convenciendo de que las ideologías del mal
están profundamente enraizadas en la historia del pensamiento filosófico
europeo. A este respecto, debo aludir a ciertos hechos relacionados con la
historia de Europa y, sobre todo, con la cultura dominante en ella. Cuando se
publicó la Encíclica sobre el Espíritu Santo, algunos sectores en Occidente
reaccionaron negativamente e incluso de modo vivaz. ¿De dónde provenía esta
reacción? Surgía de las mismas fuentes de las que, hace más de doscientos años,
nació la llamada
Ilustración europea, especialmente la francesa, pero sin
excluir la inglesa, la alemana, la española o la italiana. En Polonia
tuvo un sesgo peculiar y Rusia, por su parte, probablemente no sintió tanto la
sacudida de la
Ilustración. Allí , la crisis de la tradición cristiana llegó
por otros derroteros, hasta estallar a comienzos del siglo xx con mayor
virulencia aún, como sucedió con la revolución marxista, radicalmente atea.
Para
esclarecer mejor este problema, hay que remontarse al período anterior a la
Ilustración y, específicamente, a la revolución que supuso el pensamiento de
Descartes en la
filosofía. El cogito, ergo sum —pienso, luego existo—
comportaba una inversión en el modo de hacer filosofía. En la época
precartesiana, la filosofía, y por tanto el cogito, o más bien cognosco, estaba
subordinado al esse, que era considerado primordial. A Descartes, en cambio, el
esse le pareció secundario, mientras estimó que lo principal era el cogito. De
este modo, no solamente se producía un cambio de rumbo en el modo de filosofar,
sino también un abandono decisivo de lo que había sido la filosofía hasta
entonces y, particularmente, para santo Tomás de Aquino: la filosofía del esse.
Antes todo se interpretaba desde el prisma del esse y desde esta perspectiva se
buscaba una explicación a todo. Dios, como el Ser plenamente autosuficiente
(Ens subsistens), era considerado el fundamento indispensable de todo ens non
subsistens, ens participatum, de todos los seres creados y, por tanto, también
del hombre. El cogito, ergo sum supuso la ruptura con este modo de pensar. Lo
primordial era ahora el ens cogitans. Así pues, a partir de Descartes, la
filosofía se convierte en la ciencia del puro pensamiento: todo lo que es esse
—tanto el mundo creado como el Creador— permanece en el campo del cogito, como
contenido de la conciencia humana. La filosofía se ocupa de los seres en la
medida en que son contenidos de la conciencia y no en cuanto existentes fuera
de ella.
Llegados
a este punto, conviene detenerse un poco en la tradición de la filosofía
polaca, particularmente en lo que sucedió tras la llegada al poder del Partido
Comunista. En las universidades se puso todo tipo de obstáculos a cualquier
forma de pensamiento filosófico que no respondiera al modelo marxista. Y se
hizo de un modo simple y radical, actuando contra los que seguían otras
corrientes de pensamiento filosófico. Es muy significativo que entre los
destituidos de sus cátedras estuvieran sobre todo los representantes de la
filosofía realista, incluidos los seguidores de la fenomenología realista, como
Roman Ingarden e Izydora Dàmbska, esta última de la escuela de Lvov-Varsovia.
La operación era más difícil con los representantes del tomismo, porque
enseñaban en la
Universidad Católica de Lublín, en las facultades de Teología
de Varsovia y Cracovia, así como en los seminarios mayores. No obstante, en un
segundo momento, el sistema tampoco fue condescendiente con ellos, aunque fuera
con otros medios. Se recelaba también de otros prestigiosos profesores
universitarios que mantenían posturas críticas respecto al materialismo
dialéctico. Recuerdo en particular a Tadeusz Kotarbin´ski, Maria Ossowska y
Tadeusz Cze.zowski. Naturalmente, no se podían quitar del Ordo académico cursos
como los dedicados a la lógica y la metodología de las ciencias; pero se podía
obstaculizar de muchas formas a los profesores «disidentes», limitando con
cualquier medio su influjo en la formación de los estudiantes.
Lo
ocurrido en Polonia tras la subida al poder de los marxistas tuvo consecuencias
similares a las provocadas anteriormente en Europa occidental por los procesos
desarrollados a partir de la
Ilustración. Se hablaba, entre otras cosas, del «ocaso del
realismo tomista», entendiendo con ello también el abandono del cristianismo
como fuente de un pensamiento filosófico. En definitiva, se cuestionaba la
posibilidad misma de llegar a Dios. En la lógica del cogito, ergo sum, Dios se
reducía sólo a un contenido de la conciencia humana; no se le podía considerar
como Quien es la razón última del sum humano. Por ende, no se podía mantener
como el Ens subsistens, el «Ser autosuficiente», como el Creador, Quien da la
existencia, más aún, como Quien se entrega a sí mismo en el misterio de la
Encarnación, de la Redención y de la Gracia. El Dios de la revelación dejaba de
existir como el «Dios de los filósofos». Quedaba únicamente la idea de Dios,
como tema de una libre elaboración del pensamiento humano.
De
esta manera se desmoronaban también los fundamentos de la «filosofía del mal».
Porque el mal, en su sentido realista, sólo puede existir en relación al bien
y, en particular, a Dios, sumo Bien. De este mal habla precisamente el libro
del Génesis. Sólo desde esta perspectiva se puede entender el pecado original y
también cada pecado personal del hombre. Pero este mal fue redimido por Cristo
mediante la cruz. Más
propiamente hablando, fue redimido el hombre, quien, por medio de Cristo, ha
sido hecho partícipe de la vida de Dios. Todo esto, el gran drama de la
historia de la Salvación, desapareció de la mentalidad ilustrada. El hombre se
había quedado solo; solo como creador de su propia historia y de su propia
civilización; solo como quien decide por sí mismo lo que es bueno y lo que es
malo, como quien existiría y continuaría actuando etsi Deus non daretur, aunque
Dios no existiera.
Pero
si el hombre por sí solo, sin Dios, puede decidir lo que es bueno y lo que es
malo, también puede disponer que un determinado grupo de seres humanos sea
aniquilado. Determinaciones de este tipo se tomaron, por ejemplo, en el Tercer
Reich por personas que, habiendo llegado al poder por medios democráticos, se
sirvieron de él para poner en práctica los perversos programas de la ideología
nacionalsocialista, que se inspiraba en presupuestos racistas. Medidas análogas
tomó también el Partido Comunista en la Unión Soviética y
en los países sometidos a la ideología marxista. En este contexto se perpetró
el exterminio de los judíos y también de otros grupos como los gitanos, los
campesinos en Ucrania y el clero ortodoxo y católico en Rusia, en Bielorrusia y
más allá de los Urales. De un modo parecido se persiguió a todas las personas
incómodas para el sistema, como, por ejemplo, a los ex combatientes de septiembre
de 1939, a
los soldados del Ejército nacional en Polonia al terminar la Segunda Guerra Mundial
o a los intelectuales que no compartían la ideología marxista o nazi.
Generalmente se trataba del exterminio físico, pero a veces también de una
destrucción moral: se impedía más o menos drásticamente a la persona el
ejercicio de sus derechos.
A
este propósito, no se puede omitir la referencia a una cuestión más actual que
nunca, y dolorosa. Después de la caída de los sistemas construidos sobre las
ideologías del mal, cesaron de hecho en esos países las formas de exterminio
apenas citadas. No obstante, se mantiene aún la destrucción legal de vidas
humanas concebidas, antes de su nacimiento. Y en este caso se trata de un
exterminio decidido incluso por parlamentos elegidos democráticamente, en los
cuales se invoca el progreso civil de la sociedad y de la humanidad entera.
Tampoco faltan otras formas graves de infringir la ley de Dios. Pienso, por
ejemplo, en las fuertes presiones del Parlamento Europeo para que se reconozcan
las uniones homosexuales como si fueran otra forma de familia, que tendría
también derecho a la
adopción. Se puede, más aún, se debe, plantear la cuestión
sobre la presencia en este caso de otra ideología del mal, tal vez más
insidiosa y celada, que intenta instrumentalizar incluso los derechos del
hombre contra el hombre y contra la familia.
¿Por
qué ocurre todo esto? ¿Cuál es la raíz de estas ideologías postilustradas? La
respuesta, en realidad, es sencilla: simplemente porque se rechazó a Dios como
Creador y, por ende, como fundamento para determinar lo que es bueno y lo que
es malo. Se rehusó la noción de lo que, de la manera más profunda, nos
constituye en seres humanos, es decir, el concepto de naturaleza humana como
«dato real», poniendo en su lugar un «producto del pensamiento», libremente
formado y que cambia libremente según las circunstancias. Considero que una
reflexión atenta sobre esto podría conducirnos más allá de la fisura
cartesiana. Si queremos hablar sensatamente del mal y del bien, hemos de volver
a santo Tomás de Aquino, es decir, a la filosofía del ser. Con el método
fenomenológico, por ejemplo, se pueden analizar ciertas experiencias, como la
moral, la religiosa e incluso la de ser hombre, enriqueciendo así de modo significativo
nuestro conocimiento. Pero no se puede olvidar que todos estos análisis admiten
en cierto modo, de manera implícita, la realidad de la existencia humana como
un ser creado, y también
la
realidad del Ser absoluto. Si no se parte de tales presupuestos «realistas», se
acaba moviéndose en el vacío.
3/
EL LÍMITE IMPUESTO AL MAL
EN
LA HISTORIA DE
EUROPA
El
hombre tiene a veces la impresión de que el mal es omnipotente y domina este
mundo de manera absoluta. Según Su Santidad, ¿existe un límite infranqueable
para el mal?
He
tenido la oportunidad de experimentar personalmente las «ideologías del mal».
Es algo que nunca se borra de la memoria. Primero fue el nazismo. Lo que se podía
ver en aquellos años era ya terrible. Pero muchos aspectos del nazismo no se
veían en aquel período. No todos se daban cuenta de la verdadera magnitud del
mal que se cernía sobre Europa, ni siquiera muchos de entre nosotros que
estaban en el centro mismo de aquel torbellino. Vivíamos sumidos en una gran
erupción del mal, y sólo gradualmente comenzamos a darnos cuenta de sus
dimensiones reales. Porque los responsables trataban a toda costa de ocultar
sus propios crímenes a los ojos del mundo. Tanto los nazis durante la guerra
como los comunistas después, en Europa Oriental, intentaban encubrir ante la
opinión pública lo que estaban haciendo. Durante mucho tiempo Occidente no
quiso creer en el exterminio de los judíos. Sólo después, todo esto salió a la
luz sin tapujos. Ni siquiera en Polonia se sabía todo lo que los nazis habían hecho
y hacían a los polacos ni lo que los soviéticos hicieron a los oficiales
polacos en Katyn´, e incluso la trágica historia de las deportaciones se
conocía sólo en parte.
Más
tarde, una vez terminada la guerra, pensé para mí: Dios concedió al hitlerismo doce
años de existencia y, cumplido este plazo, el sistema sucumbió. Por lo visto,
éste fue el límite que la Divina Providencia impuso a semejante locura. A decir
verdad, no fue solamente una locura: fue una «bestialidad», como escribió
Konstanty Michalski.2 El hecho es que la Divina Providencia concedió sólo
aquellos doce años al desenfreno de aquel furor bestial. Si el comunismo ha
sobrevivido más tiempo y tiene alguna perspectiva de un desarrollo mayor,
pensaba para mis adentros, debe ser por algún motivo.
En
1945, al terminar la guerra, el comunismo aparecía muy fuerte y peligroso,
mucho más que en 1920. Ya en aquel momento se tenía la impresión de que los
comunistas conquistarían Polonia e irían más allá, a Europa Occidental,
aspirando a la conquista del mundo. En realidad, no se llegó a tanto. El
«milagro del Vístula» realizado con la victoria de Pil-sudski en la batalla
contra el Ejército Rojo, aminoró las pretensiones soviéticas. Pero después de
la victoria sobre el nazismo en la Segunda Guerra Mundial ,
los comunistas se sintieron envalentonados y se aprestaron con todo descaro a
conquistar el mundo o, al menos, Europa. Esto llevó inicialmente a la división
del continente en zonas de influencia, según el acuerdo logrado en la
Conferencia de Yalta en febrero de 1945. Un acuerdo respetado sólo en
apariencia por los comunistas, que lo violaron de hecho de muy diversas
maneras, ante todo con la invasión ideológica y la propaganda política, no sólo
en Europa, sino también en el resto del mundo. Me quedó entonces muy claro que
su dominio duraría mucho más tiempo que el del nazismo. ¿Cuánto? Era difícil de
prever. Lo que se podía pensar es que también este mal era en cierto sentido
necesario para el mundo y para el hombre. En efecto, en determinadas circunstancias
de la existencia humana parece que el mal sea en cierta medida útil, en cuanto
propicia ocasiones para el bien. ¿Acaso no fue Johann Wolfgang von Goethe quien
calificó al diablo como: «ein Teil von jener Kraft, die stets das Böse will und
stets das Gute schafft», una parte de esa fuerza que desea siempre el mal y que
termina siempre haciendo el bien?3 Por su parte, san Pablo exhorta a este
respecto: «No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien»
(Rm 12, 21). En definitiva, tras la experiencia punzante del mal, se llega a
practicar un bien más grande.
Me
he detenido en destacar el límite impuesto al mal en la historia de Europa
precisamente para mostrar que dicho límite es el bien; el bien divino y humano
que se ha manifestado en la misma historia, en el curso del siglo pasado y
también de muchos milenios. En todo caso, no se olvida fácilmente el mal que se
ha experimentado directamente. Sólo se puede perdonar. Y, ¿qué significa
perdonar, sino recurrir al bien, que es mayor que cualquier mal? Un bien que,
en definitiva, tiene su fuente únicamente en Dios. Sólo Dios es el Bien. El
límite impuesto al mal por el bien divino se ha incorporado a la historia del
hombre, a la historia de Europa en particular, por medio de Cristo. Así pues, no
se puede separar a Cristo de la historia del hombre. Lo dije durante mi primera
visita a Polonia, en Varsovia, en la Plaza de la Victoria. Dije
entonces que no se podía apartar a Cristo de la historia de mi nación. ¿Se le
puede apartar de la historia de cualquier nación? ¿Se le puede apartar de la
historia de Europa? De hecho, ¡sólo en Él todas las naciones y la humanidad
entera pueden «cruzar el umbral de la esperanza»!
4/
LA REDENCIÓN
COMO LÍMITE DIVINO IMPUESTO AL MAL
¿Cómo
hay que entender más concretamente este límite al mal del que estamos hablando?
¿En qué consiste la esencia de este límite?
Cuando
hablo del límite impuesto al mal, pienso ante todo en el límite histórico que,
por obra de la Providencia, ha circunscrito el mal de los totalitarismos que se
han afianzado en el siglo xx, el nacionalsocialismo y el comunismo marxista. En
esta perspectiva, me resulta difícil renunciar a otros razonamientos de
carácter teológico. No me refiero a ese tipo de reflexiones que suelen llamarse
a veces «teología de la historia». Se trata más bien de una disquisición que
intenta ir más a fondo, mediante una reflexión teológica, hasta llegar a las
raíces del mal, para descubrir la posibilidad de vencerlo gracias a la obra de
Cristo.
Quien
puede poner un límite definitivo al mal es Dios mismo. Él es la Justicia misma.
Es Él quien premia el bien y castiga el mal en perfecta correlación con la
situación objetiva. Me refiero a todo mal moral, a todo pecado. Ya en el
paraíso terrenal aparece en el horizonte de la historia humana el Dios que
juzga y castiga. El libro del Génesis describe detalladamente el castigo que
recibieron los primeros padres después de haber pecado (cf. Gn 3, 14-19). Y la
pena impuesta se extendió a toda la historia del hombre. En efecto, el pecado original
es hereditario. Como tal, indica una cierta pecaminosidad innata del hombre, su
arraigada inclinación hacia el mal en vez de hacia el bien. Hay en el hombre
una cierta debilidad congénita de naturaleza moral, que se une a la fragilidad
de su existencia y a su flaqueza psicofísica. Con ella se relacionan las
diversas desdichas que la Biblia, ya desde las primeras páginas, indica como
consecuencia del pecado.
Por
tanto, puede decirse que la historia del hombre está marcada desde el principio
por el límite que Dios Creador pone al mal. El Concilio Vaticano II ha enseñado
mucho sobre este punto en la Constitución pastoral Gaudium et spes. Valdría la
pena citar aquí la exposición preliminar que el Concilio dedica a la situación
del hombre en el mundo de hoy, y no sólo de hoy. Me limitaré a ciertos pasajes
sobre el tema del pecado y de la pecaminosidad del hombre: «Pues el hombre, al
examinar su corazón, se descubre también inclinado al mal e inmerso en muchos
males que no pueden proceder de su Creador, que es bueno. Negándose con
frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompió además el orden debido
con respecto a su fin último y, al mismo tiempo, toda su ordenación en relación
consigo mismo, con todos los otros hombres y con todas las cosas creadas. De
ahí que el hombre esté dividido en su interior. Por esto, toda vida humana,
singular o colectiva, aparece como una lucha, ciertamente dramática, entre el
bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Además, el hombre se encuentra
hasta tal punto incapaz de vencer eficazmente por sí mismo los ataques del mal,
que cada uno se siente como atado con cadenas. Pero el mismo Señor vino para
liberar y fortalecer al hombre, renovándolo interiormente y arrojando fuera al
príncipe de este mundo (cf. Jn 12, 31), que lo retenía en la esclavitud del
pecado. Pues el pecado disminuye al hombre mismo impidiéndole la consecución de
su propia plenitud. A la luz de esta Revelación, tanto la sublime vocación como
la profunda miseria que los hombres experimentan encuentran su razón última»
(n. 13).
Así
pues, no se puede hablar del «límite impuesto al mal» sin tener en cuenta el
alcance de las palabras citadas. Dios mismo ha venido para salvarnos, para
salvar al hombre del mal, y esta venida de Dios, este «Adviento» que celebramos
con tanto regocijo en las semanas previas a la Navidad, tiene un carácter
redentor. No se puede pensar en el límite puesto por Dios mismo al mal en sus
diferentes formas sin referirse al misterio de la Redención.
¿Acaso
el misterio de la Redención es la respuesta a ese mal histórico que, en sus
diversas formas, reaparece una y otra vez en las vicisitudes del hombre? ¿Es
también la respuesta al mal de nuestros tiempos? Se podría pensar que el mal de
los campos de concentración, de las cámaras de gas, de la crueldad de ciertas
actuaciones de los servicios policiales y, en fin, de la guerra total y de los
sistemas basados en la prepotencia —y que, dicho sea de paso, suprimían
sistemáticamente la presencia de la cruz—, es más fuerte que cualquier otro
bien. No obstante, examinando más atentamente la historia de los pueblos y
naciones que vivieron la desgracia de los sistemas totalitarios y de la
persecución por la fe, descubrimos que precisamente en ella se revela
claramente la presencia victoriosa de la cruz de Cristo. Y, sobre ese trasfondo
dramático, dicha presencia aparece quizás aún más impresionante. A los que
están sometidos a una actuación sistemática del mal, no les queda nada más que
Cristo y su cruz como fuente de autodefensa espiritual y como promesa de
victoria. ¿Acaso no se convirtió san Maximiliano Kolbe, con su sacrificio, en
un signo de victoria sobre el mal en el campo de exterminio en Auschwitz? ¿No
es ésta la historia
de
santa Edith Stein —gran pensadora de la escuela de Husserl—, incinerada en el
crematorio en Birkenau, que compartió así el destino de muchos hijos e hijas de
Israel? Además de estas dos figuras que suelen citarse juntas, hay muchos otros
que, en aquella dolorosa historia, destacaron entre sus compañeros de prisión
por la grandeza del testimonio que dieron
de
Cristo crucificado y resucitado.
El
misterio de la Redención de Cristo está arraigado muy profundamente en nuestra
existencia. La vida contemporánea está dominada por la civilización técnica;
pero también ella es iluminada por este misterio, como nos lo ha recordado el
Concilio Vaticano II: «Por consiguiente, si alguien pregunta cómo se puede
superar aquella miseria, los cristianos proclamarán que todas las actividades
del hombre, que la soberbia y el amor desordenado de sí mismo ponen cada día en
peligro, deben ser purificadas y llevadas a la perfección por la cruz y la
Resurrección de Cristo. Pues, redimido por Cristo y hecho criatura nueva en el
Espíritu Santo, el hombre puede y debe amar las cosas mismas creadas por Dios.
Pues de Dios las recibe y las mira y respeta como provenientes de la mano de
Dios. Dando gracias por ellas a su Bienhechor, y usando y gozando de las
criaturas con pobreza y libertad de espíritu, entra en la verdadera posesión
del mundo como quien no tiene nada y lo posee todo.»4
Se
puede decir que, a lo largo de toda la Constitución Gaudium
et spes, el Concilio desarrolla la visión del mundo descrita al inicio del
documento: el Concilio «tiene, pues, ante sus ojos el mundo de los hombres, es
decir, toda la familia humana con la universalidad de las realidades entre las
que ésta vive; el mundo, teatro de la historia del género humano, marcado por
su destreza, sus derrotas y sus victorias; el mundo que los fieles cristianos
creen creado y conservado por el amor del Creador, colocado ciertamente bajo la
esclavitud del pecado, pero liberado por Cristo crucificado y resucitado, una
vez que fue quebrantado el poder del maligno, para que se transforme, según el
designio de Dios, y llegue a su consumación» (n. 2).
Se
puede notar, hojeando las páginas de la Gaudium et spes, que insiste siempre en
las «palabras clave»: cruz, Resurrección, misterio pascual. Todas ellas en
conjunto dicen: Redención. El mundo ha sido redimido por Dios. A este
propósito, los escolásticos usaban la expresión de status naturae redemptae,
estado de naturaleza redimida. Aunque el Concilio casi no usa la palabra
«Redención», se refiere no obstante a ella en numerosos pasajes. En el lenguaje
conciliar, la Redención es concebida como el momento del misterio pascual que
culmina en la Resurrección. ¿Hubo alguna razón para una opción de este tipo?
Cuando he conocido más de cerca la teología oriental, he comprendido mejor que
en esta formulación conciliar subyacía una dimensión ecuménica importante. La
acentuación en la Resurrección destacaba la espiritualidad de los grandes
Padres del Cristianismo de Oriente. La Redención es el límite divino impuesto
al mal por la simple razón de que en ella el mal es vencido radicalmente por el
bien, el odio por el amor, la muerte por la Resurrección.
5/
EL MISTERIO DE LA REDENCIÓN
A
la luz de estas consideraciones surge la exigencia de una respuesta más
completa a la cuestión sobre la naturaleza de la Redención. ¿Qué es la
Redención en el contexto de la contienda entre el bien y el mal en que vive el
hombre?
Esta
contienda se ilustra a veces con la figura de la balanza. Usando
este símbolo, se puede decir que Dios, ofreciendo el sacrificio de su propio
Hijo en la cruz, ha puesto esta expiación de valor infinito en el platillo del
bien, para que, en definitiva, éste pueda prevalecer siempre. La palabra
«Redentor», que en polaco se dice Odkupiciel, hace referencia al verbo
odkupic´, que significa «readquirir». Es lo que ocurre también con el término
latino Redemptor, cuya etimología se relaciona con el verbo redimere
(readquirir). Justamente este análisis lingüístico nos puede acercar a la
comprensión de la realidad de la Redención.
Con
ella se relacionan estrechamente los conceptos de remisión y justificación.
Ambos términos pertenecen al lenguaje del Evangelio. Cristo perdonaba los
pecados, haciendo hincapié en que el Hijo del hombre tiene poder para hacerlo.
Cuando le trajeron a un hombre paralítico, lo primero que dijo fue: «Hijo, tus
pecados quedan perdonados» (Mc 2, 5); después añadió: «Levántate, toma tu
camilla y vete a tu casa» (Mc 2, 11). Así, aunque de modo indirecto, puso de
relieve que el pecado es un mal mayor que la parálisis del cuerpo. También
después de la Resurrección, cuando entró por primera vez en el cenáculo donde
estaban reunidos los Apóstoles, les mostró las manos y el costado, exhaló su
aliento sobre ellos y a continuación les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a
quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a los que se los
retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 22-23). De esta manera, Cristo reveló
que el poder de perdonar los pecados, que pertenece sólo a Dios, se lo ha
concedido a la
Iglesia. Confirmó al mismo tiempo, una vez más, que el pecado
es el mal más grande del que el hombre necesita ser liberado, manifestando
asimismo que se ha confiado a la Iglesia la facultad de llevar a cabo dicha
liberación, en virtud de la muerte y Resurrección de Cristo.
San
Pablo expresa la misma verdad de manera aún más profunda con el concepto de
justificación. En las Cartas del Apóstol —sobre todo en las dirigidas a los
Romanos y a los Gálatas— la doctrina sobre la justificación tiene incluso una
connotación polémica. Pablo, educado en las escuelas de los fariseos,
especialistas en el estudio de la antigua alianza, critica la idea de que la
fuente de la justificación es la Ley. Sostiene que, en realidad, el hombre no
tiene acceso a la justificación por los actos que prescribe la Ley ni, en
particular, por la observancia de las numerosas prescripciones de carácter
ritual, a las que ellos daban tanta importancia. La justificación tiene su
fuente en la fe en Cristo (cf. Ga 2, 15-21). Cristo crucificado es quien
justifica al hombre pecador cada vez que éste, apoyándose en la fe en su
Redención, se arrepiente de sus pecados, se convierte y regresa a Dios como a
su propio Padre. Así pues, el concepto de justificación, desde un cierto punto
de vista, manifiesta aún más profundamente el contenido del misterio de la Redención. Para
ser justificados ante Dios no bastan los esfuerzos humanos. Es necesario que
actúe la gracia que proviene del sacrificio de Cristo. Porque sólo el
sacrificio de Cristo en la cruz tiene el poder de conceder al hombre la
justicia ante Dios.
La
Resurrección de Cristo pone de relieve que sólo la medida del bien instaurado
por Dios en la historia del hombre mediante el misterio de la Redención es
capaz de satisfacer plenamente la verdad del ser humano. El misterio pascual se
convierte así en la medida definitiva de la existencia del hombre en el mundo
creado por Dios. En este misterio, no sólo se nos revela la verdad
escatológica, la plenitud del Evangelio, la Buena Nueva. En él
resplandece también una luz que se difunde sobre toda la existencia humana en
su dimensión temporal y que, en consecuencia, se refleja en todo el mundo
creado. Por su Resurrección, Cristo «justificó», por así decir, la obra de la
creación y, especialmente, la creación del hombre, en el sentido de que reveló
la «medida apropiada» del bien que Dios concibió en el inicio de la historia
humana. Una medida que no es sólo la prevista por Él en la creación y empañada
después por el hombre con el pecado. Es una medida superabundante, en que el
designio original se realiza de una manera aún más plena (cf. Gn 3, 14-15). En
Cristo, el hombre está llamado a una vida nueva, la vida del hijo en el Hijo,
expresión perfecta de la gloria de Dios: gloria Dei vivens homo, la gloria de
Dios es el hombre viviente.5
6/
LA REDENCIÓN, VICTORIA CONCEDIDA AL HOMBRE COMO TAREA
La
Redención, la remisión, la justificación son, pues, la expresión del amor de
Dios y de su misericordia para con el hombre. ¿Qué relación hay entre el
misterio de la Redención y la libertad humana? ¿Cómo se presenta, a la luz de
la Redención, el camino que ha de tomar el hombre para realizar de lleno su
propia libertad?
En
el misterio de la Redención se concede al hombre la victoria de Cristo sobre el
mal, no sólo como un beneficio personal, sino también como tarea. El hombre la
asume emprendiendo el camino de la vida interior, que consiste en un trabajo
consciente sobre sí mismo, ese trabajo del cual Cristo es el Maestro. El
Evangelio llama al hombre para que tome precisamente este camino. El «sígueme»
de Cristo aparece en muchas páginas del Evangelio y se refiere a distintas personas,
no solamente a aquellos pescadores de Galilea que Cristo llama para hacerlos
sus Apóstoles (cf. Mt 4, 19; Mc 1, 17; Jn 1, 43), sino también, por ejemplo, al
joven rico que mencionan los Sinópticos (cf. Mt 19, 16-22; Mc 10, 17-22; Lc 18,
18-23). La conversación de Jesús con este joven es uno de esos textos clave a
los que hay que volver de continuo desde diversos puntos de vista, como hice,
por ejemplo, en la
Encíclica Veritatis splendor (cf. nn. 6-27).
El
«sígueme» es una invitación a recorrer el camino por el que nos lleva la
dinámica interior del misterio de la Redención. Es el camino al que se refiere la
doctrina, tan difundida por los tratados sobre la vida espiritual y las
experiencias místicas, acerca de las tres etapas que ha de recorrer quien
quiere «imitar a Cristo». A estas etapas se las llama a veces «vías». Y, en
este caso, se habla de vía purificativa, iluminativa y unitiva. Pero no son
tres caminos diferentes, sino tres etapas del mismo y único camino, al cual
Cristo llama a cada hombre, como antaño llamó al joven del Evangelio.
Cuando
el joven pregunta: «Maestro, ¿qué tengo que hacer de bueno para obtener la vida
eterna?», Jesús contesta: «Si quieres entrar en la vida, guarda los
mandamientos» (Mt 19, 16-17 y par.). Y cuando el joven insiste y pregunta,
«¿cuáles?», Jesús se limita a recordar los principales mandamientos de la Ley,
sobre todo los de la llamada «segunda tabla», es decir, los que se refieren al
trato con el prójimo. Por otro lado, es sabido que en la enseñanza de Jesús todos
los mandamientos se resumen en el mandamiento del amor a Dios sobre todas las
cosas y al prójimo como a sí mismo. Lo dijo expresamente a un doctor de la ley
que le preguntó sobre esto (cf. Mt 22, 34-40; Mc 12, 28-31). La observancia de
los mandamientos, entendiéndola bien, equivale a la vía purificativa. En
efecto, significa vencer el pecado, el mal moral en sus distintas formas. Y
esto comporta una progresiva purificación interior.
A
su vez, esto lleva a descubrir los valores. Por tanto, se puede afirmar que la
vía purificativa desemboca de manera orgánica en la iluminativa. Porque
los valores son las luces que iluminan la existencia y, a medida que el hombre
se trabaja a sí mismo, brillan cada vez más intensamente en el horizonte de su
vida. Paralelamente, pues, a la observancia de los mandamientos —que tiene un
carácter predominantemente purificador— se desarrollan en el hombre las
virtudes. Así, por ejemplo, observan-do el mandamiento de «no matar», el hombre
descubre el valor de la vida en sus diferentes aspectos y aprende a respetarla
cada vez más profundamente. Con la observancia del mandamiento «no cometerás
adulterio», practica la virtud de la pureza, lo que significa conocer cada vez
mejor la belleza desinteresada del cuerpo humano, de la masculinidad y la feminidad. Precisamente
esta belleza gratuita se convierte en luz para sus actos. Al observar el
mandamiento de «no dar falso testimonio», descubre la virtud de la veracidad. No sólo
excluye de su vida todo tipo de mentira e hipocresía, sino que desarrolla en sí
una especie de «instinto de verdad» que orienta todo su comportamiento. Y, al
vivir en la verdad, adquiere en su propia humanidad una «veracidad» connatural.
De
esta manera, la etapa iluminativa del camino de la vida interior surge gradualmente
de la etapa de purificación. Con el pasar del tiempo, el hombre que sigue con
perseverancia al Maestro, que es Cristo, siente cada vez menos en sí la fatiga
de luchar contra el pecado y experimenta más el gozo de la luz de Dios que
impregna toda la Creación.
Esto es de suma importancia, porque permite al hombre salir
de una situación interior más sometida al riesgo de pecar
—que,
no obstante, sigue siempre al acecho, en mayor o menor grado, en la vida
terrena— y moverse más libremente por todo el mundo creado. Conserva esta
libertad y sencillez ciertamente en el trato con los seres humanos, también con
los de sexo diverso al propio. La luz interior ilumina sus actos y abre sus
ojos al bien del mundo creado, que proviene de la mano de Dios. De esta manera,
el camino purificador primero, e iluminador después, lleva de manera progresiva
a lo que se llama la vía unitiva. Es la última etapa del camino interior, en la
que el alma experimenta una particular unión con Dios. Dicha unión se produce
en la contemplación del Ser divino y en la experiencia de amor que surge en
ella con creciente intensidad. Se anticipa así, en cierta medida, la condición
del hombre en la eternidad, más allá del confín de la muerte y del sepulcro. En
efecto, Cristo, como supremo Maestro de la vida espiritual del hombre, y
también cuantos se han formado en su escuela, enseñan que ya en esta vida se
puede emprender el camino de unión con Dios.
La
Constitución dogmática Lumen gentium (n. 36) dice: «Cristo, se hizo obediente
hasta la muerte y por esto el Padre lo exaltó (cf. Flp 2,8-9), y entró en la
gloria de su reino. A Él le están sometidas todas las cosas hasta que Él se
someta al Padre junto con todo lo creado para que Dios sea todo en todo (cf. 1
Co 15, 27-28).» Como se ve, el Concilio se mueve en un contexto muy amplio,
explicando en qué consiste la participación en la misión de Cristo como Rey del
Universo. Y, al mismo tiempo, estas palabras conciliares nos ayudan a entender
cómo se puede realizar la unión con Dios en la vida terrenal. Si el camino
indicado por Cristo conduce en definitiva a que «Dios sea todo en todo», la
unión con Dios se realiza en esta vida precisamente siguiendo este mismo
principio. El hombre encuentra a Dios creador en todo, y está en contacto con
Él en todo y a través de todo. Los seres creados dejan de ser para él una
amenaza, como ocurría en la etapa del camino de purificación. Los seres, y
especialmente las personas, no solamente recuperan la propia luz, puesta en
ellas por Dios, sino que, si puede decirse así, «facilitan el acceso» a Dios
mismo, tal como Él mismo ha querido revelarse al hombre: como Padre, como
Redentor y como Esposo.
LIBERTAD
Y RESPONSABILIDAD
7/
SOBRE EL USO APROPIADO DE LA LIBERTAD
Después
de la caída de los sistemas totalitarios, en los que el sometimiento de los
hombres a la esclavitud llegó al cenit, se abrió para los ciudadanos oprimidos
la perspectiva de la libertad, es decir, la posibilidad de decidir de sí y por
sí mismos. Hay muchas opiniones a este propósito. La cuestión de fondo es cómo
aprovechar esta posibilidad de decidir libremente, evitando en el futuro un
retorno del mal inherente a estos sistemas e ideologías.
Después
de la caída de los sistemas totalitarios, las sociedades se sintieron libres,
pero casi simultáneamente surgió un problema de fondo: el del uso de la libertad. Es un
problema que no sólo tiene una dimensión individual sino también colectiva. Por
eso requiere una solución en cierto modo sistemática. Si soy libre, significa
que puedo usar bien o mal mi propia libertad. Si la uso bien, yo mismo me hago
bueno, y el bien que realizo influye positivamente en quien me rodea. Si, por
el contrario, la uso mal, la consecuencia será el arraigo y la propagación del
mal en mí y en mi entorno. El peligro de la situación actual consiste en que,
en el uso de la libertad, se pretende prescindir de la dimensión ética, de la
consideración del bien y el mal moral. Ciertos modos de entender la libertad,
que hoy tienen gran eco en la opinión pública, distraen la atención del hombre sobre
la responsabilidad ética. Hoy se hace hincapié únicamente en la libertad. Se dice que
lo importante es ser libre; serlo del todo, sin frenos ni ataduras, obrando
según los propios juicios que, en realidad, son frecuentemente simples
caprichos. Ciertamente, una tal forma de liberalismo merece el calificativo de
simplista. Pero, en cualquier caso, su influjo es potencialmente devastador.
No
obstante, se ha de añadir inmediatamente que las tradiciones europeas, en
particular las del período iluminista, reconocen la necesidad de un criterio
regulador en el uso de la
libertad. Pero dicho criterio no se fijó en el bien honesto
(bonum honestum), sino más bien en la utilidad o el placer. Esto es un elemento
de gran importancia en la tradición del pensamiento europeo, al que se debe
prestar un poco más de atención.
En
el obrar humano, las diversas facultades espirituales tienden a la síntesis. En esta
síntesis, la voluntad hace de guía. El sujeto imprime así en su comportamiento
la propia racionalidad. Los actos humanos son libres y, como tales, comportan
la responsabilidad del sujeto. El hombre quiere un determinado bien y se decide
por él; por tanto, es responsable de su opción.
En
el trasfondo de esta concepción del bien, metafísica y antropológica al mismo
tiempo, se impone una distinción de carácter específicamente ético. Es la
distinción entre el bien honesto (bonum honestum), el bien útil (bonum utile) y
el bien deleitable (bonum detectabile). Estas tres especies de bien definen de
manera orgánica el obrar del hombre. En su comportamiento, escoge un cierto
bien, que se convierte en el fin de su acción. Si el sujeto opta por un bonum
honestum, su fin se identifica con la esencia misma del objeto de su acción y,
por ende, es un fin honesto. Cuando, por el contrario, el objeto de su decisión
es un bonum utile, el fin es el provecho que comporta para sí mismo. La
cuestión de la moralidad de la acción sigue aún abierta: sólo cuando la acción
que comporta un provecho es honesta, y son honestos también los medios utilizados,
el fin pretendido por el sujeto puede considerarse honesto. Justamente en este
punto comienza la separación entre la tradición ética aristotélico-tomista y el
utilitarismo moderno.
El
utilitarismo ha descartado la primera y fundamental dimensión del bien, la del
bonum honestum. La antropología utilitarista y la ética que se deriva, parten
de la convicción de que el hombre tiende básicamente al interés propio o del
grupo al que pertenece. En suma, el fin de su acción es el beneficio personal o
corporativo. Naturalmente, también el bonum delectabile fue examinado por la
tradición aristotélico-tomista. En su reflexión ética, los grandes pensadores
de esta corriente se daban cuenta perfectamente de que la puesta en práctica de
un bien honesto comporta siempre un gozo interior, la dicha del bien. En el
pensamiento utilitarista, la dimensión del
bien
y la dicha que comporta ha pasado a segundo plano en favor de la búsqueda de la
utilidad y del placer. El bonum delectabile del pensamiento tomista se ha emancipado
en cierto modo en los nuevos planteamientos, convirtiéndose en un bien por sí
solo. Según la visión utilitarista, el hombre busca con sus acciones ante todo
el provecho, no lo digno (honestum). Es cierto que utilitaristas como Jeremy
Bentham o John Stuart Mill subrayan que no se trata únicamente de los placeres
de los sentidos. Hay también placeres espirituales. Y sostienen que deben
tenerse en cuenta, a la hora de hacer el llamado «cálculo de los placeres».
Precisamente este cálculo, según su modo de pensar, es la expresión «normativa»
de la ética utilitarista: el máximo placer para el mayor número de personas. A
esta perspectiva se debe adecuar el proceder del hombre y la cooperación entre
los hombres.
Una
respuesta a la ética utilitarista se encuentra en la filosofía de Immanuel
Kant. El filósofo de Königsberg se percató con acierto de que poner el placer
en primer plano en el análisis del obrar humano es peligroso e hipoteca la
esencia misma de la
moralidad. En su visión apriorística de la realidad, Kant
cuestionó simultáneamente dos cosas, a saber, el placer y la utilidad. Pero no
retomó la tradición del bonum honestum. Basó más bien toda la moralidad humana
en las formas a priori de la razón práctica, que tienen carácter imperativo.
Para la moral, es esencial el imperativo categórico que, según él, se expresa
con la fórmula: «Actúa únicamente según la norma que deseas y que al mismo
tiempo desees que se convierta en una ley universal.»1
Hay
también una segunda forma del imperativo categórico, que pone a la persona en
el lugar que le corresponde en el orden moral. Su formulación es la siguiente:
«Obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto la tuya como la de las otras
personas, siempre y simultáneamente como fin y nunca como medio.»2 En esta forma,
el fin y el medio se reincorporan al pensamiento ético de Kant, pero no como
categorías de orden primario, sino secundario. La categoría de orden primario
es la persona. En
cierto modo, Kant ha puesto las bases del personalismo ético moderno. Desde el punto
de vista del desarrollo de la reflexión ética es una etapa muy importante.
También los neotomistas han asumido el principio del personalismo, apoyándose
en la concepción de santo Tomás del bonum honestum, bonum utile y bonum
delectabile.
En
esta exposición sintética se ve claro cómo la cuestión del uso apropiado de la
libertad se entrelaza estrechamente con la reflexión sobre el tema del bien y
del mal. Es una cuestión apasionante no sólo desde el punto de vista práctico,
sino también teórico. Puesto que la ética es la ciencia filosófica que trata
del bien y del mal moral, debe basar su criterio fundamental de valoración en
esa propiedad esencial de la voluntad humana que es la libertad. El hombre
puede hacer el bien o el mal, porque su voluntad es libre, pero también
falible. Cuando decide, lo hace siempre a la luz de algún criterio, que puede
ser la bondad objetiva o bien el provecho en sentido utilitarista. Con la ética
del imperativo categórico, Kant puso de relieve con buen juicio la obligatoriedad
en las decisiones morales del hombre; pero, al mismo tiempo, se apartó de lo
que es el criterio verdaderamente objetivo de tales decisiones: destacó la
obligatoriedad subjetiva, pero descuidó lo que es el fundamento de la moral, es
decir, el bonum honestum. Por lo que se refiere al bonum delectabile, tal como
lo entendieron los utilitaristas anglosajones, Kant lo excluyó esencialmente
del ámbito de la moral.
Todo
el razonamiento hecho hasta ahora sobre la teoría del bien y el mal pertenece a
la filosofía moral. Dediqué varios años de trabajo en la Universidad Católica
de Lublín a estas cuestiones. He expuesto mis reflexiones a este respecto en el
libro Amor y responsabilidad, y después en el estudio Persona y acción, así
como, en una etapa posterior, en las catequesis de los miércoles, publicadas
con el título Varón y mujer. Lecturas posteriores e investigaciones llevadas a
cabo durante el seminario de ética en Lublín me han llevado a ver más claro aún
lo mucho que representa esta problemática en diferentes pensadores
contemporáneos: en Max Scheler y en otros fenomenólogos, en Jean-Paul Sartre,
en Emmanuel Levinas y Paul Ricoeur, pero también en Vladimir Solovëv, por no
hablar de Fëdor Michajlovic? Dostoëvskij. A través de esos análisis de la
realidad antropológica, se transparenta de diversos modos la aspiración humana
a la Redención y se confirma la necesidad del Redentor para la salvación del
hombre.
8/
LA LIBERTAD ES PARA
EL AMOR
La
historia reciente nos ha aportado amplia, y trágicamente elocuente, documentación
sobre el mal uso de la
libertad. No obstante, queda por aclarar, en positivo, en qué
consiste y para qué sirve la libertad.
Nos
adentramos en un problema que, si ya era importante en el pasado, lo es mucho
más aún en el presente, tras los acontecimientos del año 1989. ¿Qué es la
libertad humana? La respuesta se puede entrever ya en Aristóteles. Para él, la
libertad es una propiedad de la voluntad que se realiza por medio de la verdad. Al hombre se le
da como tarea que cumplir. No existe libertad sin la verdad. La libertad es
una categoría ética. Aristóteles lo enseña ante todo en su Ética a Nicómaco,
construida sobre la base de la verdad racional. Esta ética natural fue adoptada
básicamente por santo Tomás en su Summa Theologiae. De este modo, la Ética a
Nicómaco ha permanecido viva en la historia de la moral, pero ya con los rasgos
de una ética cristiana tomista.
Santo
Tomás utilizó la estructura del sistema aristotélico de las virtudes. El bien
que tiene ante sí la libertad humana para cumplirlo es precisamente el bien de la virtud. Se trata sobre
todo de las llamadas cuatro virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza
y templanza. La prudencia tiene una función de guía. La justicia regula el
orden social. La fortaleza y la templanza, por su parte, armonizan el orden
interior en el hombre, estableciendo el bien en relación con la impetuosidad y
con la concupiscencia humanas: vis irascibilis-vis concupiscibilis. Así pues,
en el fondo de la Ética a Nicómaco se encuentra claramente una auténtica antropología.
En
el sistema de las virtudes cardinales se insertan las otras virtudes,
subordinadas a ellas de diversas maneras. Se puede decir que dicho sistema, del
cual depende la autorrealización de la libertad humana en la verdad, es
exhaustivo. No es un sistema abstracto y apriorístico. Aristóteles toma pie en
la experiencia del sujeto moral. También santo Tomás se basa en la experiencia
moral, pero, al mismo tiempo, busca para ella las luces provenientes de la Sagrada Escritura. La
mayor de todas ellas es el mandamiento del amor a Dios y al prójimo. En él, la
libertad humana encuentra su más plena realización. La libertad es para el
amor: su realización mediante el amor puede alcanzar incluso un grado heroico.
Cristo, en efecto, habla de «dar la vida» por el hermano, por otro ser humano.
En la historia del cristianismo no faltan quienes, de diversas maneras,
«entregaron su vida» por el prójimo, y lo hicieron para imitar el ejemplo de
Cristo. Es lo que han hecho especialmente los mártires, cuyo testimonio
acompaña al cristianismo desde los tiempos apostólicos hasta nuestros días. El
siglo xx ha sido el gran siglo de los mártires cristianos, tanto en la Iglesia
católica como en otras Iglesias y Comunidades eclesiales.
Volviendo
de nuevo a Aristóteles, se debe añadir que, además de la Ética a Nicómaco, dejó
también otra obra sobre la ética social titulada Política. No plantea en ella
cuestiones sobre las estrategias concretas de la vida política, sino que se
limita a definir los principios éticos que deberían regir todo sistema político
justo. A la Política de Aristóteles se remite de manera particular la doctrina
social católica, que ha adquirido un notable relieve en los tiempos modernos
por el impacto de la cuestión obrera. Desde la gran Encíclica de
León XIII Rerum novarum, de 1891, el siglo xx se ha caracterizado por una serie
de
documentos del Magisterio de una importancia esencial para las numerosas
cuestiones que progresivamente han ido surgiendo en el campo social. La Encíclica Quadragesimo
anno, de Pío XI, publicada con ocasión del cuarenta aniversario de la Rerum
novarum, afronta directamente la cuestión obrera. Por su parte, Juan XXIII, en
la Mater et magistra, aborda con profundidad la cuestión de la justicia social
con referencia al gran sector de los trabajadores del campo; después, en la Encíclica Pacem in
terris, traza los grandes principios para una paz justa y un nuevo orden
internacional, retomando y desarrollando los principios formulados ya en
algunas alocuciones importantes de Pío XII. Pablo VI, en la Carta apostólica
Octogesima adveniens, vuelve sobre la cuestión del trabajo industrial, mientras
que en la
Encíclica Populorum progressio se centra especialmente en el
análisis de las características del desarrollo justo. Toda esta problemática
sería también objeto de reflexión para los Padres del Concilio Vaticano II, y
se afrontó sobre todo en la Constitución Gaudium et spes. El documento
conciliar, tomando como punto de partida la cuestión fundamental de la vocación
de la persona humana, analiza una tras otra sus múltiples dimensiones. En
particular, trata detenidamente sobre el matrimonio y la familia, se cuestiona
sobre la cultura, afronta las complejas cuestiones de la vida económica,
política y social, tanto en el ámbito nacional como internacional. Yo mismo he
vuelto a tratar sobre esto último en dos Encíclicas: la Sollicitudo rei
socialis y la Centesimus annus. Pero ya antes había dedicado otra Encíclica
específica al trabajo humano, la Laborem exercens. Estaba prevista para el
noventa aniversario de la Rerum novarum, aunque se publicó con cierto retraso a
causa del atentado contra la vida del Papa.
Se
puede decir que en la raíz de todos estos documentos del Magisterio se
encuentra el tema de la libertad del hombre. El Creador ha dado al hombre la
libertad como don y tarea a la
vez. Porque el hombre, mediante la libertad, está llamado a
acoger y realizar el verdadero bien. Ejerce su libertad en la verdad eligiendo
y cumpliendo el bien verdadero en la vida personal y familiar, en la realidad
económica y política, en el ámbito nacional e internacional. Esto le permite
evitar o superar las posibles desviaciones que se han dado en la historia. Una de
ellas fue, seguramente, el maquiavelismo renacentista; pero también lo han sido
distintas formas de utilitarismo social, como el basado en las clases
(marxismo) o en la nación (nacionalsocialismo, fascismo). Una vez desaparecidos
estos dos sistemas en Europa, se ha planteado en las sociedades, especialmente
en las del antiguo bloque soviético, el problema del liberalismo. Éste fue muy
discutido con ocasión de la Encíclica Centesimus annus y, desde otro aspecto,
con motivo de la
Encíclica Veritatis splendor. En estas discusiones vuelven a
plantearse las eternas cuestiones que ya a finales del siglo xix había tratado
León XIII, el cual dedicó varias Encíclicas a la problemática de la libertad.
Tras
este rápido análisis y en líneas generales de la historia de las ideas sobre
este tema, se ve cuán fundamental es la cuestión de la libertad humana. La
libertad es auténtica en la medida que realiza el verdadero bien. Sólo entonces
ella misma es un bien. Si deja de estar vinculada con la verdad y comienza a
considerar ésta como dependiente de la libertad, pone las premisas de unas
consecuencias morales dañosas, de dimensiones a veces incalculables. En este
caso, el abuso de la libertad provoca una reacción que toma la forma de uno u
otro sistema totalitario. También ésta es una forma de corrupción de la
libertad, de la que en el siglo xx, y no sólo en él, hemos experimentado las
consecuencias.
9/
LAS ENSEÑANZAS DE LA
HISTORIA RECIENTE
Santo
Padre, Usted ha sido testigo directo de un largo y difícil período histórico de
Polonia y de los países del antiguo bloque oriental (1939-1989). ¿Qué
enseñanzas estima que pueden desprenderse de las experiencias vividas en su
país natal y en particular de lo que la Iglesia ha experimentado en Polonia
durante este
período?
Los
cincuenta años de lucha contra el totalitarismo son un período no exento de
significado providencial: en él se puso de manifiesto la necesidad social de
autodefensa ante el sometimiento de todo un pueblo. Se trató de una autodefensa
que no actuaba únicamente desde una postura negativa. La sociedad no solamente
rechazaba el hitlerismo como el sistema que pretendía destruir a Polonia, como
tampoco después se opuso al comunismo como el sistema impuesto desde el Este,
sino que, con su resistencia, aspiraba a mantener ideales de gran contenido
positivo. Quiero decir que no se trataba simplemente de rechazar dichos
sistemas hostiles. En aquellos años se recuperaron y confirmaron también
valores fundamentales que daban vida al pueblo y a los cuales quería mantenerse
fiel. Me refiero tanto al período relativamente breve de la ocupación alemana
como a los cuarenta años de dominación comunista durante la República Popular
de Polonia.
Este
proceso, ¿fue del todo consciente? ¿Fue un proceso en cierta medida instintivo?
Es posible que en muchos casos mostrase un carácter más bien instintivo. Con su
oposición, los polacos expresaban, más que una opción fundada en motivos
teóricos, simplemente el hecho de que se sentían obligados a oponerse. Era una
cuestión de instinto o de intuición, si bien todo ello haya favorecido también
una toma de conciencia más profunda de los valores religiosos y civiles que
subyacían en su rechazo, en una medida jamás conocida antes en la historia de
Polonia.
Deseo
citar aquí la conversación que tuve durante mis estudios en Roma con uno de mis
colegas del Colegio, un flamenco de Bélgica. Este joven sacerdote estaba
vinculado a la obra de Don Joseph Cardijn, nombrado después cardenal. Se conoce
dicha obra con la sigla JOC ,
o sea, la
Jeunesse Ouvrière Chrétienne. Hablábamos de la situación
creada en Europa tras la Segunda Guerra Mundial. Mi colega me dijo más o
menos estas palabras: «Dios ha permitido que la experiencia de un mal como el
comunismo les haya tocado a ustedes... Y, ¿por qué lo ha permitido?» Él mismo
respondió a la pregunta de un modo que considero sintomático: «Se nos libró en
Occidente, tal vez porque no hubiéramos sido capaces de soportar una prueba
semejante, mientras que ustedes la aguantarán.» Esta frase del joven flamenco se me
grabó en la memoria. En
cierta medida tenía un significado profético. A menudo vuelvo a pensar en ello
y veo cada vez más claramente en estas palabras un diagnóstico certero.
Naturalmente,
no se puede simplificar demasiado el problema, enfatizando una visión
dicotómica de una Europa dividida entre Este y Oeste. Los países de Europa
occidental tienen una tradición cristiana más antigua. En ellos, la cultura
cristiana ha alcanzado las cotas más altas. Son naciones que han enriquecido a
la Iglesia con un gran número de santos. En Europa occidental han florecido
obras de arte estupendas: las majestuosas catedrales románicas y góticas, las
basílicas barrocas, la pintura de Giotto, del Beato Angélico y de los
innumerables artistas de los siglos xv y xvi, las esculturas de Miguel Ángel,
la Cúpula de San Pedro y la Capilla Sixtina. En ella nacieron las Sumas
teológicas, entre las que descuella la de santo Tomás de Aquino; se han forjado
las más valiosas tradiciones de la espiritualidad cristiana, las obras de los
místicos y de las místicas de los países germanos, los escritos de santa
Catalina de Siena en Italia, de santa Teresa de Ávila y de san Juan de la Cruz
en España. En ella surgieron las grandes Órdenes monásticas, desde la de San Benito , que
con razón es llamado padre y educador de toda Europa, las beneméritas Órdenes
mendicantes, como los Franciscanos y Dominicos, entre otros, y las
Congregaciones de la Reforma católica y de los siglos sucesivos, que han
aportado, y siguen aportando, tanto bien a la Iglesia. La gran
epopeya misionera ha tomado sus recursos sobre todo del Occidente europeo, y
hoy surgen en él movimientos apostólicos magníficos y dinámicos, cuyo
testimonio da buenos frutos también en el orden temporal. En este sentido, se
puede decir que Cristo es siempre la «piedra angular» de la construcción y de
la reconstrucción de las sociedades del Occidente cristiano.
Pero
no se puede ignorar, al mismo tiempo, el insistente resurgir del rechazo a
Cristo. Se ven de continuo los signos de una civilización distinta de aquella
cuya «piedra angular» es Cristo, una civilización que, aunque no sea atea por
sistema, es ciertamente positivista y agnóstica, puesto que se inspira en el
principio de que se debe pensar y actuar como si Dios no existiera. Este
planteamiento se aprecia fácilmente en la llamada mentalidad científica, o más
bien cientificista, pero también en la literatura contemporánea y, sobre todo,
en los medios de comunicación de masas. Y vivir como si Dios no existiera,
significa colocarse fuera de las coordenadas del bien y del mal, es decir,
fuera del contexto de los valores, de los cuales Él mismo, Dios, es la fuente. Se pretende que
sea el hombre mismo quien decida sobre lo que es bueno o malo. Y este programa
se sugiere y divulga de muchos modos y desde diversos sectores.
Si
por un lado Occidente sigue dando testimonio de la acción del fermento
evangélico, por otro, no son menos turbulentas las corrientes contrarias a la
evangelización. Éstas socavan los fundamentos mismos de la moral humana,
implicando a la familia y propagando la permisividad moral: los divorcios, el
amor libre, el aborto, la anticoncepción, los atentados a la vida en su fase
inicial y terminal, así como su manipulación. Estas corrientes disponen de
enormes medios financieros, no solamente en cada nación sino también a escala
mundial. En efecto, pueden contar con grandes centros de poder económico, a
través de los cuales tratan de imponer sus condiciones a los países en vías de
desarrollo. Por eso, es legítimo preguntarse si no estamos ante otra forma de
totalitarismo, falazmente encubierto bajo las apariencias de la democracia.
Así
pues, puede ser que aquel colega flamenco pensara en todo esto cuando decía:
«Tal vez porque no hubiéramos sido capaces de soportar una prueba semejante
[...]; ustedes la
aguantarán.» Es significativo que, siendo ya Papa, haya
escuchado la misma opinión en labios de uno de los políticos europeos más
eminentes. Me dijo: «Si el comunismo soviético llegara al Occidente, no
seríamos capaces de defendernos... No hay una fuerza que nos movilice para este
tipo de defensa...» Sabemos que el comunismo cayó al fin a causa de la
insuficiencia socioeconómica de su sistema. Pero esto no significa que haya
sido desechado realmente como ideología y como filosofía. En ciertos círculos
de Occidente se continúa considerando su ocaso como un perjuicio y se lamenta
su pérdida.
¿Qué
podemos aprender, por tanto, de estos años dominados por las «ideologías del
mal» y de la lucha contra ellas? Pienso que, ante todo, debemos aprender a ir a
la raíz. Solamente
así el mal causado por el fascismo y el comunismo puede, en cierto sentido,
enriquecernos, puede conducirnos al bien, y esto es indudablemente el programa
cristiano. «No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el
bien», escribe san Pablo (Rm 12, 21). Desde este punto de vista, nosotros
podemos obtener en Polonia unos resultados muy valiosos. Pero a condición de no
quedarnos en lo superficial, de no ceder a la propaganda de aquella Ilustración
a la cual ya resistieron en cierta medida los polacos del siglo xviii,
recabando así el vigor necesario para poder realizar los grandes esfuerzos en
el siglo xix y que, después de la Primera y Segunda Guerra Mundial, condujeron
a la recuperación de la
independencia. El temple de la población se ha manifestado
después en la lucha contra el comunismo, al que Polonia ha sabido resistir
hasta la victoria en el año 1989. Ahora se trata de no desperdiciar estos
sacrificios.
En
el Congreso de teólogos de Europa central y oriental en Lublín, en el año 1991,
se trató de hacer un balance de las experiencias vividas en las Iglesias en la
época de la lucha contra el totalitarismo comunista y dar un testimonio de
ellas. La teología desarrollada en esta parte de Europa no es la teología en el
sentido occidental. Es algo más que teología en sentido estricto. Es testimonio
de vida, de lo que significa sentirse en manos de Dios, lo que quiere decir
«aprender a Cristo», que se puso en manos del Padre hasta aquel «Padre, a tus
manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46) pronunciado en la Cruz. Esto es
precisamente lo que significa «aprender a Cristo»: ahondar en las profundidades
del misterio de Dios, que realiza de este modo la Redención del mundo. Encontré
a los participantes de este congreso en Jasna Góra con motivo de la Jornada Mundial de
la Juventud, y he conocido después el contenido de muchas de sus
intervenciones. Son documentos que a menudo conmueven por su sencillez y, al
mismo tiempo, por su profundidad.
Hablando
de estos problemas, nos topamos sin embargo con una seria dificultad. En sus
múltiples y complejos aspectos, pasan con frecuencia al ámbito de lo inefable.
En cualquier caso, en todo ello se vislumbra la acción de Dios, que se
manifiesta a través de la mediación humana: en las buenas obras de los hombres,
como es obvio, pero también en sus errores, de los cuales Dios es capaz de
sacar un bien mayor. Todo el siglo xx ha estado marcado por una intervención
particular de Dios, que es Padre «rico en misericordia», dives in
misericordia... (Ef 2, 4).
10/
EL MISTERIO DE LA MISERICORDIA
Santo
Padre, ¿podría detenerse sobre el misterio del amor y de la Misericordia?
Porque parece importante ahondar más en el análisis de la esencia de estos dos
atributos divinos tan significativos para nosotros.
El
salmo Miserere es probablemente una de las más espléndidas oraciones que la
Iglesia heredó del Antiguo Testamento. Las circunstancias de su origen son
conocidas. Nació como el clamor de un pecador, el rey David, que se apropió de
la esposa del soldado Urías, cometió adulterio con ella y, para borrar las
huellas de su culpa, procuró que el legítimo esposo muriera en batalla. Resulta
impresionante el pasaje del libro segundo de Samuel, en el que el profeta Natán
apunta con dedo acusador a David, señalándolo como el culpable de un gran
crimen ante Dios: «¡Eres tú!» (2 S 12, 7). En aquel momento, el rey experimenta
una especie de iluminación, de la cual brota una emoción profunda,
desahogándose con las palabras del Miserere. Es el salmo que probablemente más
se usa en la liturgia:
Miserere
mei, Deus,
secundum
misericordiam tuam;
et secundum multitudinem miserationum tuarum
dele iniquitatem meam.
Amplius
lava me ab iniquitate mea,
et
a peccato meo munda me.
Quoniam iniquitatem meam ego cognosco,
et peccatum meum contra me est semper.
Tibi, tibi soli peccavi
et malum coram te feci,
ut iustus inveniaris in sententia tua
et
aequus in iudicio tuo…
Hay
una singular belleza en la pausada cadencia de las palabras latinas, junto con
el desgranarse de las ideas, los sentimientos y las mociones del corazón.
Naturalmente, la lengua original del salmo Miserere no es el latín, pero
nuestros oídos están habituados a esta versión, más aún quizás que a las
traducciones en las lenguas contemporáneas, que también son conmovedoras a su
manera, sobre todo en melodía.
Misericordia,
Dios mío, por tu bondad
por
tu inmensa compasión borra mi culpa;
lava
del todo mi delito,
limpia
mi pecado.
Pues
yo reconozco mi culpa,
tengo
siempre presente mi pecado:
contra
ti, contra ti solo pequé,
cometí
la maldad que aborreces.
En
la sentencia tendrás razón,
en
el juicio serás inocente.
Mira,
en la culpa nací,
pecador
me concibió mi madre.
Te
gusta un corazón sincero,
y
en mi interior me inculcas la sabiduría.
Rocíame
con el hisopo: quedaré limpio;
lávame:
quedaré más blanco que la nieve.
Hazme
oír el gozo y la alegría,
que
se alegren los huesos quebrantados.
Aparta
de mi pecado tu vista,
borra
en mí toda culpa.
Oh
Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame
por dentro con espíritu firme;
no
me arrojes de tu rostro,
no
me quites tu santo espíritu.
Devuélveme
la alegría de tu salvación,
afiánzame
con espíritu generoso:
enseñaré
a los malvados tus caminos,
los
pecadores volverán a ti.
Líbrame
de la sangre, oh Dios,
Dios,
Salvador mío,
y
cantará mi lengua tu justicia.
Señor,
me abrirás los labios,
y
mi boca proclamará tu alabanza...
(Sal
50, 3-17)
Estas
palabras no necesitan comentarios. Hablan por sí solas y revelan la verdad de
la fragilidad moral del hombre. Se declara culpable ante Dios porque sabe que
el pecado es contrario a la santidad de su Creador. Pero el hombre pecador sabe
también que Dios es misericordia y que su misericordia es infinita: Dios está
dispuesto a perdonar y justificar una y otra vez al pecador.
¿De
dónde proviene la infinita misericordia del Padre? David es hombre del Antiguo
Testamento. Conoce al Dios único. Nosotros, hombres de la nueva alianza,
podemos reconocer en el Miserere davídico la presencia de Cristo, el Hijo de
Dios, a quien Dios trató como pecador por nosotros (cf. 2 Co 5, 21). Él ha
cargado consigo todos nuestros pecados (cf. Is 53, 12) para satisfacer la
justicia quebrantada por la culpa y mantener así el equilibrio entre la
justicia y la misericordia del Padre. Es significativo que santa Faustina viera
a este Hijo como Dios misericordioso, pero contemplándolo no tanto en la cruz
cuanto en su condición sucesiva de resucitado y glorioso. Por eso relaciona su
mística de la misericordia con el misterio de la Pascua, cuando Cristo aparece
victorioso del pecado y de la muerte (cf. Jn 20, 19-23).
Recuerdo
sobre este punto a sor Faustina y el culto de Cristo misericordioso que promovió,
porque también ella pertenece a nuestros tiempos. Vivió en las primeras décadas
del siglo xx y murió antes de la Segunda Guerra Mundial.
Precisamente en este
período
le fue revelado el misterio de Divina Misericordia y anotó en su Diario lo que
experimentó. Para los supervivientes de esta gran guerra, las palabras del
Diario de santa Faustina son como una especie de Evangelio de la Divina
Misericordia escrito desde la perspectiva del siglo xx. Los contemporáneos han
entendido este mensaje. Lo han entendido a través del dramático cúmulo de mal
que trajo consigo la
Segunda Guerra Mundial y de las crueldades de los sistemas
totalitarios. Es como si Cristo hubiera querido revelar que el límite impuesto
al mal, cuyo causante y víctima resulta ser el hombre, es en definitiva la Divina
Misericordia. Ciertamente , en ella se incluye también la
Justicia, pero ésta, por sí sola, no es la última palabra en la economía divina
de la historia del mundo y en la historia del hombre. Dios sabe obtener siempre
del mal algo bueno. Quiere que todos los hombres se salven y lleguen al
conocimiento pleno de la verdad (cf. 1 Tm 2, 4): Dios es Amor (cf. 1 Jn 4, 8).
Cristo crucificado y resucitado, como se apareció a sor Faustina, es la
revelación suprema de esta verdad.
Ahora
deseo enlazar de nuevo con lo que dije sobre el tema de las experiencias de la
Iglesia en Polonia durante la resistencia contra el comunismo. Me parece que
tienen un alcance universal. Pienso que también sor Faustina y su testimonio
del misterio de la Divina Misericordia tengan cabida de algún modo en esta
perspectiva. El patrimonio de su espiritualidad tuvo —lo sabemos por propia
experiencia— una gran importancia para la resistencia contra el mal practicado
en aquellos sistemas inhumanos de entonces. Todo esto conserva un significado
preciso, no sólo para los polacos sino también para todo el ámbito de la
Iglesia en el mundo. Lo ha puesto de relieve, entre otras cosas, la
beatificación y la canonización de sor Faustina. Es como si Cristo hubiera
querido decir a través de ella: «¡El mal nunca consigue la victoria
definitiva!» El misterio pascual confirma que, a la postre, vence el bien; que
la vida prevalece sobre la muerte y el amor triunfa sobre el odio.
pensando
«PATRIA»
(Patria
– Nación – Estado)
11/
CONCEPTO DE PATRIA
Después
de la erupción del mal y las dos grandes guerras del siglo xx, el mundo se está
convirtiendo cada vez más en un conjunto de continentes, estados y sociedades
interdependientes, y Europa —al menos una buena parte de ella— tiende a ser una
unidad, no sólo económica sino también política. Más aún, el ámbito de las
cuestiones en las cuales intervienen los respectivos organismos de la Comunidad Europea
es mucho más amplio que el de la simple economía y la política ordinaria. La
caída de los sistemas totalitarios confinantes ha permitido a Polonia recuperar
la independencia y abrirse al Occidente. Actualmente estamos ante la necesidad
de definir la relación de Polonia con Europa y con el mundo. Hasta hace poco se
discutía sobre las consecuencias —beneficios y costes— de su ingreso en la Unión Europea. Se
discutía en particular sobre el riesgo de que la nación perdiera su propia
cultura y el Estado la
soberanía. La entrada de Polonia en una comunidad más grande
obliga a recapacitar sobre las consecuencias que esto podría tener en una
actitud interior tan apreciada en la historia polaca como es el patriotismo.
Guiados por este sentimiento, muchos polacos a lo largo de los siglos
estuvieron dispuestos a entregar sus vidas luchando por la libertad de la
patria y muchos la sacrificaron de hecho.
Según
Usted, Santo Padre, ¿qué significado tienen los conceptos de «patria»,
«nación», «cultura»? ¿Cómo se relacionan entre sí tales conceptos?
La
expresión «patria» se relaciona con el concepto y la realidad de «padre»
(pater). La patria es en cierto modo lo mismo que el patrimonio, es decir, el
conjunto de bienes que hemos recibido como herencia de nuestros antepasados. Es
significativo que, en este contexto, se use con frecuencia la expresión «madre
patria». En efecto, todos sabemos por experiencia propia hasta qué punto la
herencia espiritual se transmite a través de las madres. La patria, pues, es la
herencia y a la vez el acervo patrimonial que se deriva; esto se refiere
ciertamente a la tierra, al territorio. Pero el concepto de patria incluye
también valores y elementos espirituales que integran la cultura de una nación.
He hablado precisamente de esto en la UNESCO, el 2 de junio de 1980, subrayando
que, incluso cuando los polacos fueron despojados de su territorio y la nación
fue desmembrada, no decayó en ellos el sentido de su patrimonio espiritual y de
la cultura heredada de sus antepasados. Más aún, éstos se desarrollaron con
extraordinario dinamismo.
Es
notorio que el siglo xix representa en cierta medida la cima de la cultura
polaca. En ninguna otra época la nación ha producido escritores tan geniales
como Adam Mickiewicz, Juliusz Sl-owacki, Zygmunt Krasin´ski o Cyprian Norwid.
La música polaca no había alcanzado antes el nivel de las obras de Frédérik
Chopin, Stanisl-aw Moniuszko y otros muchos compositores, que enriquecieron el
patrimonio artístico del siglo xix para la posteridad. Otro
tanto puede decirse de las artes plásticas, la pintura y
Grottger
y, entre el xix y el xx, aparecen Stanisl-aw Wyspian´ski, extraordinario genio
en diversos campos, y después Jacek Malczewski y otros más. Y, ¿qué decir, en
fin, del teatro polaco? El siglo xix ha sido el siglo de los pioneros en este
campo. Al comienzo encontramos al gran Wojciech Bogusl-awski, cuyo magisterio
artístico lo han seguido y desarrollado otros muchos, sobre todo en el sur de
Polonia, en Cracovia y en Lvov, ciudad en aquel tiempo en territorio polaco.
Los teatros vivieron entonces su edad de oro; se desarrolló tanto el teatro
burgués como el popular. No se puede dejar de constatar que este período
extraordinario de madurez cultural durante el siglo xix preparó a los polacos
para el gran esfuerzo que les llevó a recuperar la independencia de su nación.
Polonia, desaparecida de los mapas de Europa y del mundo, volvió a reaparecer a
partir del año 1918 y, desde entonces, continúa en ellos. No logró borrarla ni
siquiera la frenética borrasca de odio desencadenada de oeste a este entre 1939
y
1945.
Como
se puede ver, en el concepto mismo de patria hay un engarce profundo entre el
aspecto espiritual y el material, entre la cultura y la tierra. La tierra
arrebatada por la fuerza a una nación se convierte en cierto sentido en una
invocación, más aún, en un clamor al «espíritu» de la nación. Entonces ,
el espíritu de la nación se despierta, se reaviva y lucha para que se
restituyan a la tierra sus derechos. Norwid lo ha expresado de una forma
concisa, hablando del trabajo: «[...] La belleza existe para fascinar el
trabajo, el trabajo existe para renacer.»1
Una
vez adentrados en el análisis del concepto mismo de patria, conviene hacer
referencia ahora al Evangelio. En efecto, en el Evangelio aparece el término
«Padre» en labios de Cristo como palabra fundamental. De hecho, es el apelativo
que usa con más frecuencia. «Todo me lo ha entregado mi Padre» (Mt 11, 27; cf.
Lc 10, 22); «El Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que él hace, y le
mostrará obras mayores que ésta» (Jn 5, 20; cf. 5, 21 etc.). Las enseñanzas de
Cristo contienen en sí los elementos más profundos de una visión teológica,
tanto de la patria como de la cultura. Cristo , como el Hijo que viene a
nosotros enviado por el Padre, entra en la humanidad con un patrimonio
especial. San Pablo habla de esto en la Carta a los Gálatas: «Cuando se cumplió
el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer [...], para que
recibiéramos el ser hijos por adopción [...]. Así que ya no eres esclavo, sino
hijo; y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios» (Ga 4, 4-7).
Cristo
dice: «Salí del Padre y he venido al mundo» (Jn 16, 28). Esta venida tuvo lugar
por medio de una Mujer, la
Madre. La herencia del eterno Padre ha pasado en un sentido
muy real a través del corazón de María, y se ha enriquecido así con todo lo que
el extraordinario genio femenino de la Madre podía aportar al patrimonio de
Cristo. Este patrimonio es el cristianismo en su dimensión universal y, en él,
la contribución de la Madre es muy significativa. Por eso se llama madre a la Iglesia:
mater Ecclesia. Cuando hablamos así, nos referimos implícitamente al patrimonio
divino, del cual participamos gracias a la venida de Cristo.
El
Evangelio, pues, ha dado un significado nuevo al concepto de patria. En su
acepción original, la patria significa lo que hemos heredado de nuestros padres
y madres en la tierra. Lo
que nos viene de Cristo orienta todo lo que forma parte del patrimonio de las
patrias y culturas humanas hacia la patria eterna. Cristo dice: «Salí del Padre
y he venido al mundo, otra vez dejo el mundo y me voy al Padre» (Jn 16, 28).
Este retorno al Padre inaugura una nueva Patria en la historia de todas las
patrias y de todos los hombres. A veces se habla de «Patria celestial», la «Patria eterna». Son
expresiones que indican precisamente lo ocurrido en la historia del hombre y de
las naciones tras la venida de Cristo al mundo y su retorno de este mundo al
Padre.
La
partida de Cristo ha abierto el concepto de patria a la dimensión de la
escatología y la eternidad, pero nada ha quitado a su contenido temporal.
Sabemos por experiencia, basándonos en la historia polaca, cuánto ha favorecido
la idea de la patria eterna a la disponibilidad para servir a la patria
temporal, preparando a los ciudadanos para afrontar todo tipo de sacrificios
por ella, y sacrificios muchas veces heroicos. Lo demuestran elocuentemente los
Santos que la Iglesia, a lo largo de la historia, y especialmente en los
últimos siglos, ha elevado al honor de los altares.
La
patria, como herencia del padre, proviene de Dios, pero en cierta medida
procede también del mundo. Cristo vino al mundo para confirmar las leyes
eternas de Dios, del Creador. Pero ha iniciado al mismo tiempo una cultura
totalmente nueva. Cultura significa cultivo. Cristo, con sus enseñanzas, con su
vida, muerte y resurrección, ha vuelto a «cultivar» en cierto sentido este
mundo creado por el Padre. Los hombres mismos se han convertido en el «campo de
Dios», como escribe san Pablo (1 Co 3, 9). De este modo, el «patrimonio» divino
ha tomado la forma de la «cultura cristiana». Ésta no existe solamente en las
sociedades y naciones cristianas, sino que se ha hecho presente de alguna
manera en toda cultura de la
humanidad. En cierta medida, ha transformado toda la cultura.
Lo
dicho hasta ahora sobre la patria explica algo más profundamente el significado
de las llamadas raíces cristianas de la cultura polaca y, en general, de la europea. Cuando se
usa esta expresión se piensa normalmente en las raíces históricas de la
cultura, y esto tiene ciertamente un sentido, puesto que la cultura tiene
carácter histórico. La búsqueda de dichas raíces, por tanto, va acompañada por
el estudio de nuestra historia, incluida la política. El esfuerzo
de los primeros Piast2, orientado a reforzar el espíritu polaco mediante la constitución
de un Estado emplazado en un territorio concreto de Europa, estaba alentado por
una inspiración espiritual bien precisa. Su manifestación fue el bautizo de
Mieszko I y de su pueblo (966), gracias a la influencia de su esposa, la
princesa bohemia Dobrava. Es notoria la gran incidencia que esto tuvo en la
trayectoria de la cultura de esta nación eslava establecida a orillas del
Vístula. Diverso rumbo tomó la cultura de otros pueblos eslavos, a los cuales
el mensaje cristiano llegó a través de la Rus’3, que recibió el bautismo de las
manos de los misioneros de Constantinopla. Hasta hoy permanece en la familia de
las naciones eslavas esta diferenciación, marcando las fronteras espirituales
de las patrias y de las culturas.
12/
PATRIOTISMO
De
la reflexión sobre el concepto de patria nace una pregunta más. A la luz de
esta profundización, ¿cómo se ha de entender el patriotismo?
El
razonamiento que acabamos de hacer sobre el concepto de patria y su relación
con la paternidad y la generación explica con hondura el valor moral del
patriotismo. Si se pregunta por el lugar del patriotismo en el decálogo, la
respuesta es inequívoca: es parte del cuarto mandamiento, que nos exige honrar
al padre y a la madre. Es
uno de esos sentimientos que el latín incluye en el término pietas, resaltando
la dimensión religiosa subyacente en el respeto y veneración que se debe a los
padres, porque representan para nosotros a Dios Creador. Al darnos la vida,
participan en el misterio de la creación y merecen por tanto una devoción que
evoca la que rendimos a Dios Creador. El patriotismo conlleva precisamente este
tipo de actitud interior, desde el momento que también la patria es
verdaderamente una madre para cada uno. El patrimonio espiritual que nos
transmite nos llega a través del padre y la madre, y funda en nosotros el deber
de la pietas.
Patriotismo
significa amar todo lo que es patrio: su historia, sus tradiciones, la lengua y
su misma configuración geográfica. Un amor que abarca también las obras de los
compatriotas y los frutos de su genio. Cualquier amenaza al gran bien de la
patria se convierte en una ocasión para verificar este amor. Nuestra historia
enseña que los polacos han sido siempre capaces de grandes sacrificios para
salvaguardar este bien o para reconquistarlo. Lo demuestran las numerosas
tumbas de los soldados que lucharon por Polonia en diversos frentes del mundo.
Están diseminadas tanto en la tierra patria como fuera de sus confines. Pero
creo que una experiencia parecida la ha tenido cada país, cada nación, en
Europa y en el mundo.
La
patria es un bien común de todos los ciudadanos y, como tal, también un gran
deber. El análisis de la historia antigua y reciente demuestra sobradamente el
valor, el heroísmo incluso, con el cual los polacos han sabido cumplir con este
deber cuando se trataba de defender el bien superior de la patria. Lo cual no
excluye que, en determinadas épocas, se haya producido una mengua de esta
disponibilidad al sacrificio para promover los valores e ideales relacionados
con la noción de patria. Ha habido momentos en que el interés privado y el
tradicional individualismo polaco han hecho sentir sus efectos perturbadores.
La
patria, pues, tiene una gran entidad. Se puede decir que es una realidad para
cuyo servicio se desarrollaron y desarrollan con el pasar del tiempo las
estructuras sociales, ya desde las primeras tradiciones tribales. No obstante,
cabe preguntarse si no haya llegado el fin de este desarrollo de la vida social
de la humanidad. El
siglo xx, ¿no manifiesta acaso una tendencia generalizada al incremento de
estructuras supranacionales e incluso al cosmopolitismo? Esta tendencia, ¿no
comporta también que las naciones pequeñas deberían dejarse absorber por
estructuras políticas más grandes para poder sobrevivir? Se trata de cuestiones
legítimas. Sin embargo, parece que, como sucede con la familia, también la
nación y la patria siguen siendo realidades insustituibles. La doctrina social
católica habla en este caso de sociedades «naturales», para indicar un vínculo
particular, tanto de la familia como de la nación, con la naturaleza del
hombre, la cual tiene carácter social. Las vías principales de la formación de
cualquier sociedad pasan por la familia, y sobre esto no caben dudas. Y podría
hacerse una observación análoga también sobre la nación. La identidad
cultural e histórica de las sociedades se protege y anima por lo que integra el
concepto de nación. Naturalmente, se debe evitar absolutamente un peligro: que
la función insustituible de la nación degenere en el nacionalismo. En este
aspecto, el siglo xx nos ha proporcionado experiencias sumamente instructivas,
haciéndonos ver también sus dramáticas consecuencias. ¿Cómo se puede evitar
este riesgo? Pienso que un modo apropiado es el patriotismo. En efecto, el
nacionalismo se caracteriza porque reconoce y pretende únicamente el bien de su
propia nación, sin contar con los derechos de las demás. Por el contrario, el
patriotismo, en cuanto amor por la patria, reconoce a todas las otras naciones
los mismos derechos que reclama para la propia y, por tanto, es una forma de
amor social ordenado.
13/
CONCEPTO DE NACIÓN
El
patriotismo, como sentimiento de apego a la propia nación y a la patria, debe
evitar transformarse en nacionalismo. Su interpretación correcta depende de lo
que queremos expresar con el concepto de nación. Así pues, ¿cómo se ha de
entender la nación, esta entidad ideal a la cual se refiere el hombre en su
sentimiento patriótico?
Un
detenido examen de ambos términos muestra una estrecha relación entre el
significado de patria y de nación. En polaco —pero no sólo en esta lengua— el
término na-ród (nación) deriva de ród (linaje); patria (ojczy-zna), a su vez,
tiene sus raíces en el término padre (ojciec). Es padre quien, junto con la
madre, da la vida a un nuevo ser humano. Con esta generación a través del padre
y de la madre enlaza el término de patrimonio, concepto que subyace en la
palabra «patria». El patrimonio y consecuentemente la patria están relacionados
estrechamente, desde el punto de vista conceptual, con la generación; pero
también el término «nación», desde el punto de vista etimológico, está
relacionado con el nacimiento.
Con
el término nación se quiere designar una comunidad que reside en un territorio
determinado y que se distingue de las otras por su propia cultura. La doctrina
social católica considera tanto la familia como la nación sociedades naturales
y, por tanto, no como fruto de una simple convención. Por eso, en la historia
de la humanidad nada las puede reemplazar. No se puede, por ejemplo, sustituir
la nación con el Estado, si bien la nación tiende por su naturaleza a
constituirse en Estado, como lo demuestra la historia de cada una de las
naciones europeas y la propia historia polaca. Stanisl-aw Wyspian´ski escribió
en su obra Wyzwolenie (La liberación): «La nación debe existir como Estado...»4
Menos aún se puede identificar la nación con la llamada sociedad democrática,
porque se trata de dos órdenes diferentes aunque relacionados entre sí. Una
sociedad democrática es más cercana al Estado que a la nación. No obstante, la
nación es el suelo sobre el que nace el Estado. La cuestión del sistema
democrático, en cierto sentido, es una cuestión sucesiva, que pertenece al
campo de la política interna.
Después
de estas observaciones introductorias sobre el tema de la nación, también en
este caso conviene volver a la Sagrada Escritura , porque en ella están los
elementos de una auténtica teología de la nación. Esto vale
ante todo para Israel. El Antiguo Testamento muestra la genealogía de esta
nación, elegida por el Señor para ser su pueblo. Con el término genealogía se
suele indicar a los antepasados en sentido biológico. Pero se puede hablar de
genealogía —y quizás de un modo aún más apropiado— en sentido espiritual.
Pensemos en Abraham. A él se remiten no solamente los israelitas, sino también
—precisamente en sentido espiritual— los cristianos
(cf.
Rm 4, 16) e incluso los musulmanes. La historia de Abraham y de la llamada que
recibió de Dios, de su insólita paternidad, del nacimiento de Isaac, muestra
cómo el proceso hacia la nación pasa, mediante la generación, a través de la
familia y la estirpe.
Se
comienza, pues, por el hecho de una generación. La esposa de Abraham, Sara, ya
entrada en años, da a luz a su hijo. Abraham tiene un descendiente según la
carne y, poco a poco, de esta familia de Abraham se forma un linaje. El libro
del Génesis explicita las fases sucesivas de su desarrollo: de Abraham a Isaac
hasta llegar a Jacob. El patriarca Jacob tiene doce hijos y éstos, a su vez,
dan origen a las doce tribus que habrían de constituir la nación de Israel.
Dios
escogió esta nación, confirmando la elección con sus intervenciones en la
historia, como en la liberación de Egipto bajo la guía de Moisés. Ya desde los
tiempos del gran Legislador se puede hablar de una nación israelita, aunque al
principio estuviera formada sólo por familias y clanes. Pero la historia de
Israel no se reduce a eso. Tiene también una dimensión espiritual. Dios eligió
esta nación para revelarse al mundo en ella y por ella. Una revelación que comienza
en Abraham y llega a su culmen en la misión de Moisés. Dios habló «cara a cara»
con Moisés, guiando por mediación suya la vida espiritual de Israel. Lo
decisivo en la vida espiritual de Israel era la fe en un único Dios, creador
del cielo y de la tierra, junto con el decálogo, la ley moral escrita en las
tablas de piedra que Moisés recibió en el monte Sinaí.
Hay
que definir «mesiánica» la misión de Israel, precisamente porque de esa nación
debía surgir el Mesías, el Ungido del Señor. «Cuando se cumplió
el
tiempo, envió Dios a su Hijo» (Ga 4, 4), que se hizo hombre por obra del
Espíritu Santo en el seno de una hija de Israel, María de Nazaret. El misterio
de la Encarnación, fundamento de la Iglesia, forma parte de la teología de la nación. El Hijo
consustancial, el Verbo eterno del Padre, al encarnarse, es decir, haciéndose
hombre, dio comienzo a un «generar» de otro orden: el generar «por el Espíritu
Santo». Su fruto es nuestra filiación sobrenatural, la filiación adoptiva. No
se trata de un «nacer de la carne», por usar las palabras del evangelista Juan.
Es un nacer «no de la sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de
Dios» (Jn 1, 13). Los nacidos «de Dios» se convierten en miembros de la «nación
divina», según la atinada fórmula que tanto le gustaba a Don Ignazy Rózycki.
Como es sabido, con el Concilio Vaticano II se ha hecho común la expresión
«Pueblo de Dios». Ciertamente, el Concilio habla en la Constitución Lumen
Gentium del Pueblo de Dios para designar a los que «nacieron
de Dios» mediante la gracia del Redentor, el Hijo de Dios encarnado, que murió
y resucitó para la salvación de la humanidad.
Israel
es la única nación cuya historia está en gran parte escrita en la Sagrada Escritura. Es
una historia que pertenece a la Revelación divina: en ella Dios se revela a la humanidad. En la
«plenitud de los tiempos», después de haber hablado a los hombres de muchas
maneras, Él mismo se hizo hombre. El misterio de la Encarnación pertenece
también a la historia de Israel, aunque nos introduce al mismo tiempo ya en la
historia del nuevo Israel, del pueblo de la Nueva Alianza.
«Todos los hombres están invitados al nuevo Pueblo de Dios [...]. Por tanto, el
Pueblo de Dios lo forman personas de toda las naciones.»5 En otras palabras,
esto significa que la historia de todas las naciones está llamada a entrar en
la historia de la
salvación. En efecto, Cristo vino al mundo para traer la
salvación a todos los hombres. La Iglesia, el Pueblo de Dios fundado en la Nueva Alianza , es el
nuevo Israel y se presenta con un carácter de universalidad: cada nación tiene
en ella el mismo derecho de ciudadanía.
14/
HISTORIA
«La
historia de todas las naciones está llamada a entrar en la historia de la salvación.» En esta
afirmación descubrimos una nueva dimensión de los conceptos de «nación» y de
«patria»: la dimensión histórico-salvífica. Santidad, ¿cómo caracterizaría más
exactamente esta dimensión de la nación, sin duda esencial?
En
sentido amplio se puede decir que todo el universo creado está sometido al
tiempo y, por tanto, tiene una historia. También los seres vivos tienen su
historia. No obstante, a ninguno de ellos, a ninguna especie animal, podemos
atribuir la dimensión histórica en el mismo sentido en que lo hacemos en el
caso del hombre, la nación y toda la familia humana. La historicidad del hombre
se manifiesta en la capacidad que tiene de objetivar la historia. El hombre
no es un simple sujeto sometido al curso de los acontecimientos, no se limita a
obrar y comportarse como individuo y como perteneciente a un grupo, sino que
tiene la capacidad de reflexionar sobre la propia historia, de objetivarla
describiéndola y enlazando entre sí los acontecimientos. Una capacidad análoga
tiene cada familia humana, así como las sociedades y, en particular, las
naciones.
Estas
últimas, de manera similar a los individuos, están dotadas de memoria
histórica. Por eso es comprensible que las naciones traten de conservar también
por escrito lo que recuerdan. De esta manera, la historia se convierte en
historiografía. Los hombres escriben las vicisitudes del grupo al que
pertenecen. A veces también las suyas personales, pero en general es más
relevante lo que escriben de sus respectivas naciones. Y la historia de las
naciones, objetivada y puesta por escrito, es uno de los elementos esenciales
de la cultura: el elemento decisivo para la identidad de la nación en su
dimensión temporal. «¿Puede ir la historia contra la corriente de las
conciencias?» Hace años me hice esta pregunta en una poesía titulada «Pensando
la patria».6 Quizás valga la pena citar a este propósito algún fragmento:
¡La
libertad hay que conquistarla permanentemente,
no
basta con poseerla!
Llega
como un don,
se
conserva con ardua lucha.
El
don y la lucha están escritos en páginas ocultas
y,
sin embargo, evidentes.
Pagas
por la libertad con todo tu ser,
llama
entonces libertad a eso,
a
lo que, pagando, puedes poseer siempre de nuevo.
Con
este pago entramos en la historia,
recorremos
todas sus épocas.
¿Por
dónde pasa la división de las generaciones
entre
los que no han pagado bastante
y
los que tuvieron que pagar más de la cuenta?
Y
nosotros, ¿de qué lado estamos?
[...]
La
historia cubre las batallas de la conciencia
con
un manto de acontecimientos;
un
manto tejido de victorias y derrotas;
no
las encubre, las destaca.
[...]
Débil
es el pueblo si acepta su derrota,
olvidando
que fue llamado a velar,
hasta
que llegue su hora.
Y
las horas vuelven siempre en la órbita de la historia.
He
aquí la liturgia de los hechos.
Velar
es la palabra del Señor y la
del Pueblo ,
que
hemos de aceptar siempre de nuevo.
Las
horas son salmodia de conversiones incesantes.
Vamos
a participar en la Eucaristía de los mundos.
Y
concluía:
¡Tierra
que siempre serás parte de nuestro tiempo!
Alentados
por una nueva esperanza,
iremos
a través del tiempo hacia una tierra nueva.
Y
a ti, tierra antigua, te llevaremos como fruto
del
amor de las generaciones que superó el odio.7
La
historia de cada hombre y, a través de él, la de todos los pueblos, tiene una
peculiar connotación escatológica. El Concilio Vaticano II trató mucho este
tema en todo su magisterio, particularmente en las Constituciones Lumen gentium
y Gaudium et spes. Es una lectura de la historia a la luz del Evangelio que sin
duda tiene un significado relevante. En efecto, la referencia escatológica indica
que la vida humana tiene sentido, como lo tiene también la historia de las
naciones. Naturalmente, serán los hombres y no las naciones quienes se
presentarán ante el juicio de Dios, pero en el juicio sobre los hombres de
alguna manera serán juzgadas también las naciones.
¿Existe
una escatología de la nación? La nación tiene una dimensión exclusivamente
histórica. Solamente la vocación del hombre es escatológica. Ésta, sin embargo,
repercute de alguna manera en la historia de las naciones. Esto quería expresar
también en la obra antes citada, que tal vez es un reflejo de la doctrina del
Concilio Vaticano II.
Los
pueblos plasman sus vicisitudes en narraciones que transmiten en diversos tipos
de documentos, gracias a los cuales se construye la cultura nacional. El
instrumento fundamental de este desarrollo progresivo es la lengua. Con su ayuda,
el hombre expresa la verdad del mundo y de sí mismo, y comparte con otros los
frutos de su búsqueda en los diversos campos del saber. Se instaura así una
comunicación entre sujetos que sirve para conocer más a fondo la verdad y, con
ello, a profundizar y consolidar la respectiva identidad.
A
la luz de estas consideraciones se puede examinar con mayor precisión el
concepto de patria. En mi discurso a la UNESCO me he referido a la experiencia
de mi patria, y lo entendieron muy bien especialmente los representantes de las
sociedades que vivían la fase de la formación de sus patrias y de creación de
sus identidades nacionales. Los polacos pasamos por esta fase entre los siglos
x y xi. Nos lo han recordado las celebraciones con ocasión del Milenio del
Bautismo de Polonia. En efecto, al hablar de Bautismo, no se piensa solamente
en el sacramento de la iniciación cristiana recibido por el primer soberano
histórico de Polonia, sino también en el acontecimiento decisivo para el
nacimiento de la nación y la formación de su identidad cristiana. En este
sentido, la fecha del Bautismo de Polonia comporta un cambio crucial. Polonia,
como nación, salió entonces de su prehistoria para comenzar a existir
históricamente. La prehistoria habla de diferentes tribus eslavas.
Desde
el punto de vista étnico, el hecho más importante para la creación de la nación
fue probablemente la unión de dos grandes tribus: la de los polanos del norte
con los vistulanos del sur. Aunque no fueron las únicas. También entraron a
formar parte de la nación polaca las tribus de los silesianos, los pomeranios y
los mazovianos. Desde el momento del Bautismo, las diversas tribus comienzan a
existir como nación polaca.
15
/ NACIÓN Y CULTURA
El
argumento emprendido por Usted, Santidad, sobre la identidad cultural e
histórica de la nación, afronta un tema complejo. Surgen espontáneamente
algunas preguntas: ¿Cómo se ha de entender la cultura? ¿Cuál es su sentido y su
génesis? ¿Cómo definir más detalladamente el papel de la cultura en la vida de
la nación?
Todo
creyente sabe que el comienzo de la historia del hombre ha de buscarse en el
libro del Génesis. También se ha de acudir a sus páginas para indagar sobre el
origen de la cultura humana. Todo se resume en estas sencillas palabras:
«Entonces el Señor Dios modeló al hombre de arcilla del suelo, sopló en su
nariz un aliento de vida, y el hombre se convirtió en ser vivo» (Gn 2, 7). Esta
decisión del Creador tiene una dimensión particular. Porque, mientras para
crear otros seres dice simplemente «hágase», sólo en este caso parece como si
entrara dentro de sí para hacer una especie de consulta trinitaria y después
decidir: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gn 1, 26). El autor
bíblico prosigue: «Y creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios los
creó; hombre y mujer los creó. Y los bendijo Dios y les dijo: "creced,
multiplicaos, llenad la tierra y sometedla"» (Gn 1, 27-28). Leemos también
en el relato del sexto día de la creación: «Y vio Dios todo lo que había hecho:
y era muy bueno» (Gn 1, 31). Estas últimas palabras, comúnmente atribuidas a la
llamada «tradición sacerdotal», se encuentran en el primer capítulo del libro
del Génesis.
En
el capítulo segundo, fruto de la obra del redactor yahvista, se trata de la
creación del hombre de manera más amplia, más descriptiva y psicológica.
Comienza constatando la soledad del hombre llamado a la existencia en medio del
universo visible. Da nombres apropiados a los seres que lo rodean. Y, al pasar
revista de todos los seres vivientes, constata que no hay entre ellos ninguno
que se le parezca. Por eso se siente solo en el mundo. Dios provee a esta
soledad decidiendo crear a la
mujer. Según el texto bíblico, el Creador dejó caer un
letargo sobre el hombre, durante el cual forma de una costilla suya a Eva. Al
despertar, el hombre mira atónito al nuevo ser semejante a él y se muestra
entusiasmado: «¡Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!» (Gn 2,
23). Así, al lado del ser humano varón puso en el mundo creado el ser humano
mujer. Siguen a continuación las conocidas palabras que abren la perspectiva
particularmente exigente de una vida entre dos: «Por eso abandonará el hombre a
su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán dos en una sola carne» (Gn
2, 24). Esta unión en la carne introduce a la experiencia misteriosa del ser
progenitores.
El
libro del Génesis continúa diciendo que los dos seres humanos, creados por Dios
como hombre y mujer, estaban desnudos y no sentían vergüenza. Esta condición
duró hasta el momento en que se dejaron seducir por la serpiente, símbolo del
espíritu maligno. Fue precisamente la serpiente quien les persuadió a tomar el
fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal, los instigó a transgredir
la prohibición terminante de Dios, y lo hizo con palabras insinuantes: «No es
verdad que tengáis que morir. Bien sabe Dios que cuando comáis de él, se os
abrirán los ojos, y seréis como Dios en el conocimiento del bien y el mal» (Gn
3, 5). Cuando ambos, la mujer y el hombre, hicieron lo que el espíritu maligno
había sugerido, se dieron cuenta de que estaban desnudos y sintieron vergüenza
de su propio cuerpo. Habían perdido la inocencia original. El tercer capítulo
del libro del Génesis describe de modo muy elocuente las consecuencias del
pecado original, tanto para la mujer como para el hombre, así como para su
recíproca relación. No obstante, Dios preanuncia una mujer futura, cuyo
descendiente aplastará la cabeza de la serpiente, es decir, preanuncia la
venida del Redentor y su obra de salvación (cf. Gn 3, 15).
Sigamos
teniendo presente este esbozo del estado original del hombre, porque volveremos
de nuevo al primer capítulo del libro del Génesis, donde se dice que Dios creó
al hombre a su imagen y semejanza, y les dijo: «Creced y multiplicaos, llenad
la tierra
y
sometedla» (Gn 1, 28). Estas palabras son la primera y más completa definición
de la cultura humana. Someter la tierra significa descubrir y confirmar la
verdad del propio ser humano, de esa humanidad que comparten en igual medida el
varón y la mujer. Dios
ha confiado a este hombre, a su humanidad, todo el mundo visible como don y
tarea a la vez; le ha asignado una misión concreta: realizar la verdad de sí
mismo y del mundo. El hombre debe dejarse guiar por esta verdad de sí mismo
para poder modelar según la verdad el mundo visible, usándolo correctamente
para sus fines, sin abusar de él. En otras palabras, esta verdad del mundo y de
sí mismo es el fundamento de toda intervención del hombre sobre la creación.
Esta
misión del hombre respecto al mundo visible, tal como la describe el libro del
Génesis, tiene en la historia su propia evolución, que en los tiempos modernos
se ha acelerado extraordinariamente. Todo comenzó con la invención de las
máquinas: desde ese momento el hombre ya no se limita a transformar las
materias primas suministradas por la naturaleza, sino también los productos de
su propio trabajo. En este sentido, el trabajo humano ha ido adquiriendo las
características de la producción industrial, cuya norma esencial, no obstante,
sigue siendo la misma: el hombre debe ser fiel a la verdad de sí mismo y a la
del objeto de su trabajo, tanto si se ocupa de materias primas naturales como
de productos artificiales.
Con
lo dicho en las primeras páginas del libro del Génesis entramos en el meollo
mismo de lo que se llama cultura, penetrando en su significado originario y
fundamental, desde el que podemos llegar escalonadamente a lo que es la verdad
de nuestra civilización industrial. Se ve que, tanto en la etapa original como
hoy, la civilización está y sigue estando relacionada con el desarrollo del
conocimiento de la verdad del mundo, es decir, con el desarrollo de la ciencia.
Ésta es su dimensión cognoscitiva. Sería necesario detenernos en analizar
profundamente los tres primeros capítulos del libro del Génesis, que son la
fuente originaria a la que se ha de acudir. Porque, para la cultura humana, no
sólo es esencial el conocimiento que el hombre tiene del mundo externo, sino
también el que tiene de sí mismo. Y este conocimiento de la verdad concierne
también a la duplicidad del ser humano: «Hombre y mujer los creó» (Gn 1, 27).
El primer capítulo del libro del Génesis completa esta afirmación citando la
recomendación de Dios sobre la generación humana: «Creced, multiplicaos, llenad
la tierra y sometedla» (Gn 1, 28). El segundo y tercer capítulos proporcionan
otros elementos que ayudan a entender mejor el designio de Dios: lo dicho sobre
la soledad del hombre, la creación del ser semejante a él, del asombro ante la
primera mujer creada de él, de la vocación al matrimonio y, en fin, de toda la
historia de la inocencia inicial, perdida lamentablemente con el pecado
original; todo esto brinda ya un cuadro completo de lo que significa para la
cultura el amor que nace del conocimiento. Este amor es fuente de una nueva
vida. Y, antes aún, es fuente del asombro creativo que requiere una expresión
en el arte.
En
la cultura del hombre está profundamente grabada desde el principio la
dimensión de la belleza.
Es como si la belleza del universo estuviera reflejada en los
ojos de Dios, como se dice en las Escrituras: «Y vio Dios todo lo que había
hecho: y era muy bueno» (Gn 1, 31). Se dice «muy bueno», en concreto, de la
primera pareja creada a imagen y semejanza de Dios, con toda su inocencia
originaria y en aquella desnudez que la caracterizaba antes del pecado
original. Todo esto subyace en el fondo mismo de la cultura que se manifiesta
en las obras de arte, sean pinturas, esculturas, obras de arquitectura,
composiciones musicales o frutos de la imaginación creativa y del pensamiento.
Cada
nación vive de las obras de su propia cultura. Nosotros, los polacos, por
ejemplo, vivimos de todo aquello cuyo origen conocemos, tanto en el canto
Bogurodzica (Madre de Dios), la más antigua poesía polaca escrita, como también
en la melodía multisecular que la acompaña. Cuando estuve en Gniezno en 1979,
durante mi primera peregrinación a Polonia, hablé de esto a la juventud reunida
en la colina de Letch. Precisamente, el canto Bogurodzica forma parte de la
tradición de Gniezno en la cultura polaca. Es la tradición de su santo patrón
Adalberto, al que se atribuye efectivamente la composición del canto. Es una
tradición con muchos siglos de historia. El canto Bogurodzica se convirtió en
el himno nacional, que todavía en Grunwald acompañó las huestes polacas y
lituanas en la batalla contra la Orden Teutónica.8 Pero
ya existía entonces otra tradición relacionada con el culto de san Estanislao,
proveniente de Cracovia. Se expresaba en el himno latino Gaude, Mater Polonia,
cantado aún hoy en latín, así como Bogurodzica se sigue cantando en polaco
antiguo. Ambas tradiciones se compenetran. Es bien sabido que, durante mucho
tiempo, el latín fue, junto al polaco, la lengua de la cultura polaca. En latín
fueron escritas poesías como, por ejemplo, las de Janicius, o bien tratados
político-morales como los de Andrzej Frycz Modrzewski y los de Orzechowski, e
incluso la obra de Nicolás Copérnico De revolutionibus orbium caelestium.
Paralelamente, se desarrolló la literatura polaca, desde Micol-áj Rey hasta Jan
Kochanowski, con quien alcanza un nivel europeo de primer plano. El Salterio de
David (Psal-zer Dawidów) de Kochanowski se canta aún hoy en día. Sus Lamentos
(Treny) por la muerte de su hija son una cumbre de la lírica. A su vez, La
despedida de los enviados griegos (Odprawa posl-ów greckich) es un drama
exquisito que recuerda los modelos antiguos.
Todo
lo que acabo de decir me hace recordar
el
discurso que pronuncié en la UNESCO sobre el papel de la cultura en la vida de
las naciones. La fuerza de aquella intervención residía, más que en una teoría
de la cultura, en el testimonio que daba de ella: el simple testimonio de un
hombre que, apoyándose en su propia experiencia, exponía lo que era la cultura
en la historia de su nación y lo que la cultura representa en la historia de
cada nación. ¿Cuál es, por ejemplo, el papel de la cultura en la vida de las
jóvenes naciones del continente africano? Hay que preguntarse cómo esta riqueza
común del género humano, la riqueza de todas las culturas, pueda crecer en el
tiempo y cómo sea necesario respetar una relación adecuada entre la economía y
la cultura, para no destruir este bien —el más grande, el más humano— en favor
de la civilización del dinero, de la prepotencia de un economicismo unilateral.
Porque, en este caso, ya no importa tanto que una tal prepotencia se imponga
bajo la forma marxista-totalitaria o bien de la occidental-liberal. En
aquel discurso, dije entre otras cosas: «El hombre vive una vida verdaderamente
humana gracias a la cultura [...]. La cultura es un modo específico del existir
y del ser del hombre [...]. La cultura es aquello a través de lo cual el
hombre, en cuanto hombre, se hace más hombre, "es" más [...]. La nación
es, en efecto, la gran comunidad de los hombres que están unidos por diversos
vínculos pero, sobre todo, precisamente por la cultura. La nación
existe "por" y "para" la cultura. Y así es ella
la gran educadora de los hombres para que puedan "ser más" en la comunidad. La nación
es esta comunidad que posee una historia que supera la historia del individuo y
de la familia [...]. Soy hijo de una nación que ha vivido las mayores
experiencias de la historia, que ha sido condenada a muerte por sus vecinos en
varias ocasiones, pero que ha sobrevivido y que ha seguido siendo ella misma.
Ha conservado su identidad y, a pesar de haber sido dividida y ocupada por
extranjeros, ha conservado su soberanía nacional, no porque se apoyara en los
recursos de la fuerza física, sino apoyándose exclusivamente en su cultura.
Esta cultura resultó tener un poder mayor que todas las otras fuerzas. Lo que
digo aquí respecto al derecho de la nación a fundamentar su cultura y su
porvenir, no es el eco de ningún "nacionalismo", sino que se trata de
un elemento estable de la experiencia humana de las perspectivas humanistas del
desarrollo del hombre. Existe una soberanía fundamental de la sociedad que se
manifiesta en la cultura de la
nación. Se trata de la soberanía por la que, al mismo tiempo,
el hombre es supremamente soberano.»9
Lo
dicho en aquella ocasión sobre el papel de la cultura en la vida de la nación
era el testimonio que pude dar del genio polaco. Por entonces, mis convicciones
al respecto ya eran conocidas universalmente. En aquel 2 de junio de 1980
estaba viviendo el segundo año de pontificado. Había realizado algunos viajes
apostólicos: a Latinoamérica, África y Asia. En ellos me convencí de que, con
la experiencia de la historia de mi patria, con las convicciones que había
madurado sobre el valor de la nación, no era ningún extraño para las personas
que encontraba. Al contrario, la experiencia de mi patria me facilitaba mucho
el encuentro con los hombres y las naciones de todos los continentes.
Las
palabras pronunciadas en la UNESCO sobre el tema de la identidad de la nación
afirmada mediante la cultura fueron acogidas con aprobación, particularmente
por parte de los representantes de los países del Tercer Mundo. Algunos
delegados
de
Europa occidental —así me ha parecido— se mostraron más reservados. Podría
preguntarse por qué. Uno de mis primeros viajes apostólicos fue el de Zaire, en
África ecuatorial. Un país enorme, donde se hablan 250 lenguas, cuatro de ellas
principales, y vive un gran número de clanes y tribus. ¿Cómo formar una sola
nación de tal diversidad y pluralidad? En una situación similar están casi
todos los países de África. Tal vez, desde el punto de vista de la formación de
la conciencia nacional, están en la etapa que en la historia de Polonia
corresponde a los tiempos de Mieszko I o los de Boleslao el Valiente. Nuestros
primeros reyes se encontraron ante una tarea semejante. La tesis que expuse en
la UNESCO sobre la formación de la identidad de la nación mediante la cultura,
era como una mano tendida a las necesidades más vitales de todas las naciones
jóvenes en busca de fórmulas para consolidar la propia soberanía.
Los
países de Europa occidental están hoy en un período que se podría definir como
de «post-identidad». Pienso que uno de los resultados de la Segunda Guerra Mundial
fue precisamente la formación de este tipo de mentalidad en los ciudadanos, en
el contexto de una Europa que se estaba encaminando hacia la unificación. Naturalmente ,
hay también otros muchos motivos que explican el impulso hacia la unificación
del Viejo Continente. Pero uno de ellos es sin duda la gradual superación de
las categorías exclusivamente nacionales en la definición de su propia
identidad. Sí, por lo general, las naciones de Europa occidental piensan que no
corren peligro
de
perder su identidad nacional. Los franceses no temen que, por el hecho de
entrar en la Unión
Europea , vayan a dejar de ser franceses, y así también los
italianos, los españoles, etc. Tampoco los polacos lo temen, aunque la historia
de su identidad nacional es bastante más compleja.
Históricamente,
el espíritu polaco ha tenido una evolución muy interesante. Probablemente,
ninguna otra nacionalidad en Europa ha pasado por un proceso similar. Al
principio, en el período en que se fusionaban las tribus de los polanos,
vistulanos y demás, el elemento unificador fue el espíritu polaco de los Piast;
podría decirse que era el espíritu polaco «puro». Después, durante cinco
siglos, reinó el espíritu polaco de la época jagellona10, que permitió la
creación de una república integrada por varias naciones, varias culturas y
religiones. Todos los polacos son conscientes de esta diversidad religiosa y
nacional. Yo mismo provengo de Mal-opolska, el territorio de los antiguos
vistulanos, estrechamente vinculado a Cracovia. Pero también en Mal-opolska
—posiblemente también en Cracovia, más que en cualquier otra parte— se sentía
la vecindad de Vilna, de Lvov y del Oriente.
Un
elemento étnico de gran importancia en Polonia ha sido también la presencia de
los judíos. Recuerdo que al menos la tercera parte de mis compañeros de escuela
en Wadowice eran judíos. En el instituto había menos. Tenía amistad con varios
de ellos, y lo que me sorprendía en algunos era su patriotismo polaco. Así
pues, el espíritu polaco, en el fondo, es la diversidad y el pluralismo, no la
estrechez de miras ni el aislamiento. Sin embargo, parece que esta dimensión
«jagellona» del espíritu polaco a la que me he referido antes, ha dejado de ser
lamentablemente algo obvio en nuestro tiempo.
PENSANDO
«EUROPA»
(Polonia
– Europa – Iglesia)
16/
PATRIA EUROPEA
Después
de haber reflexionado sobre conceptos fundamentales como patria, nación,
libertad o cultura, parece conveniente, Santo Padre, volver al tema de Europa,
de su relación con la Iglesia y del lugar de Polonia en este amplio contexto.
¿Cuál es, Santidad, su visión de Europa? ¿Cómo valora las vicisitudes del
pasado, la situación actual del continente y sus perspectivas para el tercer
milenio? ¿Cuáles son las responsabilidades de Europa respecto al futuro del mundo?
Un
polaco no puede desarrollar una reflexión a fondo sobre la patria sin llegar a
tratar de Europa y sin plantearse a la postre la incidencia que ha tenido la
Iglesia en una u otra de estas realidades. Éstas, claro está, son diferentes,
pero también es indudable su influencia recíproca y profunda. Resulta
inevitable, pues, que en los razonamientos surjan referencias a una u otra de
estas realidades: patria, Europa, Iglesia, mundo.
Polonia
es parte integrante de Europa. Está en el continente europeo, en un territorio
bien delimitado; ha entrado en contacto con el cristianismo de tradición latina
a través de la
antigua Bohemia. Cuando hablamos del comienzo del
cristianismo en Polonia, conviene remontarse a los primeros pasos del
cristianismo en Europa. Leemos en los Hechos de los Apóstoles que san Pablo,
mientras estaba todavía evangelizando en Asia Menor, fue llamado de una manera
misteriosa a cruzar el confín entre los dos continentes (cf. Hch 16, 9). La
evangelización de Europa arrancó en ese momento. Los Apóstoles mismos, en
particular Pablo y Pedro, llevaron el Evangelio a Grecia y a Roma, y estos
inicios apostólicos, con el transcurso de los siglos, dieron sus frutos. El
Evangelio entró en el continente europeo siguiendo diversas rutas: la península Itálica ,
los territorios actuales de Francia y Alemania, la península Ibérica ,
las islas Británicas y Escandinavia. Es significativo que el centro de donde
salían los misioneros, además de Roma, fuera Irlanda. En Oriente, el núcleo de
donde irradiaba el cristianismo, en su versión bizantina y luego eslava, fue
Constantinopla. Para el mundo eslavo fue de suma importancia la misión de los
santos hermanos Cirilo y Metodio, quienes emprendieron su obra evangelizadora
partiendo de Constantinopla, pero conservando el contacto con Roma. Porque en
aquel tiempo no había división entre los cristianos de Oriente y de Occidente.
¿Por
qué, hablando de Europa, comenzamos con la evangelización? Simplemente porque,
tal vez, la evangelización estaba creando a Europa, dio inicio a la
civilización y a la cultura de sus pueblos. La propagación de la fe en el
continente ha propiciado la creación de las diversas naciones europeas,
sembrando en ellas los gérmenes de culturas con rasgos diferentes, pero unidas
entre sí por un patrimonio común de valores arraigados en el Evangelio. De esta
manera, se desarrolló el pluralismo de las culturas nacionales sobre una
plataforma de valores compartidos en todo el continente. Así ocurrió en el
primer milenio y, en cierta medida, no obstante las divisiones que se han ido
produciendo, también en el segundo milenio: Europa ha estado viviendo la unidad
de los valores que la fundaron en la pluralidad de las culturas nacionales.
Al
decir que la evangelización aportó una contribución fundamental en la formación
de Europa, no se pretende minusvalorar la influencia del mundo clásico. La
Iglesia misma, en su actividad evangelizadora, asimiló el patrimonio cultural
precedente a ella, articulándolo en nuevas formas. Ante todo el de Atenas y
Roma, pero sucesivamente también el de los pueblos que iba encontrando durante
su expansión por el continente. En la evangelización de Europa, que
proporcionaba una cierta unidad cultural del mundo latino en Occidente y del
bizantino en Oriente, la Iglesia puso en práctica los criterios de lo que hoy
se llama inculturación. Contribuyó, en efecto, al desarrollo de las culturas
nativas y nacionales. Es bueno por tanto que la Iglesia haya proclamado a san
Benito primero y después también a los santos Cirilo y Metodio como patronos de
Europa. Con ello indica a todos los pueblos el gran proceso de inculturación
llevado a cabo a lo largo de los siglos y recuerda a la vez que la Iglesia en
este continente debe respirar «con dos pulmones». Naturalmente, es una
metáfora, pero una metáfora muy elocuente. Así como un organismo sano necesita
dos pulmones para respirar normalmente, también la Iglesia, como un organismo
espiritual, necesita estas dos tradiciones para poder llegar más plenamente a
la riqueza de la Revelación.
El
largo proceso de formación de la Europa cristiana se extiende a todo el primer
milenio y, en parte, también al segundo. Se puede decir que, con él, no sólo se
ha consolidado el carácter cristiano de Europa, sino que se ha moldeado también
el espíritu europeo mismo. Los frutos de este proceso son visibles en nuestro
tiempo, más aún quizás que en la antigüedad o en el medioevo. Porque en
aquellos tiempos se conocía mucho menos el mundo. Al oriente de Europa se
extendía el misterioso continente asiático con sus antiquísimas culturas y
también con religiones más antiguas que el cristianismo. El enorme continente
americano permanecía totalmente desconocido hasta finales del siglo xv.
Naturalmente, lo mismo puede decirse de Australia, descubierta más tarde aún.
De África, en la antigüedad y el medioevo, se conocía únicamente su parte
septentrional, la
mediterránea. Así pues, el pensar conscientemente con
categorías «europeas» se produjo sólo más tarde, cuando el globo terrestre
comenzó a ser suficientemente explorado. En los siglos anteriores se pensaba
con categorías vinculadas a cada uno de los imperios: primero a Egipto, luego a
imperios en el Medio Oriente en continua transformación, después al imperio de
Alejandro Magno y, finalmente, al imperio romano.
Al
leer los Hechos de los Apóstoles, hay que considerar con detenimiento un
episodio muy significativo para la evangelización de Europa, y también para la
futura historia del espíritu europeo. Me refiero a lo ocurrido en el Areópago
de Atenas, cuando llegó Pablo y pronunció allí un discurso memorable:
«Atenienses —dijo—, veo que sois casi nimios en lo que toca a la religión. Porque
paseándome por ahí y fijándome en vuestros monumentos sagrados, me encontré un
altar con esta inscripción: "Al Dios desconocido." Pues eso que veneráis
sin conocerlo, os lo anuncio yo: el Dios que hizo el mundo y lo que contiene.
Es el Señor de cielo y tierra y no habita en templos construidos por hombres ni
lo sirven manos humanas; como si necesitara de alguien él, que a todos da la
vida y el aliento, y todo. De un solo hombre sacó todo el género humano para
que habitara la tierra entera, determinando las épocas de su historia y las
fronteras de sus territorios. Quería que lo buscasen a él, a ver si, al menos a
tientas, lo encontraban; aunque no está lejos de ninguno de nosotros, pues en
él vivimos, nos movemos y existimos; así lo dicen incluso algunos de vuestros
poetas: "Somos estirpe suya." Por tanto, si somos estirpe de Dios, no
podemos pensar que la divinidad se parezca a imágenes de oro o de plata o de
piedra, esculpidas por la destreza y la fantasía de un hombre. Dios pasa por
alto aquellos tiempos de ignorancia, pero ahora manda a todos los hombres en
todas partes que se conviertan. Porque tiene señalado un día en que juzgará el
universo con justicia, por medio del hombre designado por él; y ha dado a todos
prueba de esto resucitándolo de entre los muertos» (Hch 17, 22-31).
Leyendo
estas palabras se nota que Pablo se presentó en el Areópago bien preparado:
conocía la filosofía y la poesía griegas. Se dirigió a los atenienses tomando
pie en la idea del «Dios desconocido», a quien ellos habían dedicado un altar.
Ilustró los atributos eternos de este Dios: inmaterialidad, sabiduría,
omnipotencia, omnipresencia y justicia. De esta manera, mediante una especie de
teodicea en la que se recurre únicamente a la razón, Pablo predispuso el
auditorio para escuchar el anuncio del misterio de la Encarnación. Así
pudo hablar de la revelación
de
Dios en el Hombre, en Cristo crucificado y resucitado. Pero, precisamente al
llegar a este punto, los oyentes atenienses, que hasta ese momento parecían
dispuesto a acoger favorablemente su propuesta, se volvieron atrás. Leemos: «Al
oír "Resurrección de los muertos", unos lo tomaban a broma, otros
dijeron: "De esto te oiremos hablar en otra ocasión"» (Hch 17, 32).
Así pues, la misión de Pablo en el Areópago terminó en fracaso, aunque algunos
de los que habían escuchado sus palabras las acogieron y creyeron. Entre ellos,
según la tradición, estaba Dionisio el Areopagita.
¿Por
qué he citado por entero el discurso de Pablo en el Areópago? Porque es una
especie de introducción a lo que el cristianismo haría después en Europa. Tras
el período del magnífico desarrollo de la evangelización, que durante el primer
milenio llegó a casi todos los países europeos, vino el medioevo con su
universalismo cristiano: el medioevo de una fe sencilla, fuerte y profunda; el
medioevo de las catedrales románicas y góticas, y de las estupendas Sumas
Teológicas. La evangelización de Europa parecía no solamente terminada sino
también madura en todos los aspectos: madura no únicamente en el campo del
pensamiento filosófico y teológico, sino también en el campo del arte y de la
arquitectura sacra, además de todo lo referente a la solidaridad social (gremios
de artes y oficios, hermandades, hospitales...). No obstante, a partir de 1054
esta Europa tan madura se encontró con una profunda mella causada por la gran
herida del «cisma oriental». Los dos pulmones dejaron de funcionar en el único
organismo de la Iglesia; más aún, cada uno de ellos había comenzado a crear
casi un organismo aparte. Esta división ha caracterizado la vida espiritual de
Europa desde los inicios del segundo milenio.
El
comienzo de los tiempos modernos trajo ulteriores fisuras y divisiones, esta
vez en Occidente. La postura de Martín Lutero dio origen a la Reforma. Siguieron
sus pasos otros reformadores, como Calvino y Zuinglio. En esta misma línea se
produce también la separación de la Iglesia de las islas Británicas de la Sede
de Pedro. Europa occidental, que durante el medioevo fue un continente unido
desde el punto de vista religioso, en el umbral de los tiempos modernos vivió
graves divisiones que se consolidaron en los siglos posteriores. De ello se
derivaron también consecuencias de carácter político, según el principio cuius
regio eius religio, se ha de profesar la fe de aquel a quien pertenece la región. Una de las
consecuencias que no se pueden omitir es la triste realidad de las guerras de
religión.
Todo
esto pertenece a la historia de Europa y ha gravado sobre el espíritu europeo,
influyendo en su visión del futuro, preanunciando de cierta manera las
divisiones posteriores y los nuevos sufrimientos que brotarían con el tiempo.
Sin embargo, hay que subrayar que la fe en Cristo crucificado y resucitado ha
permanecido como denominador común para los cristianos de los tiempos de la Reforma. Estaban
divididos en lo que se refiere a su relación con la Iglesia y con Roma, pero no
rechazaban la verdad de la Resurrección, como lo hicieron los oyentes de san
Pablo en el Areópago ateniense. Así fue, por lo menos, al principio. No
obstante, con el pasar del tiempo y gradualmente, se llegaría lamentablemente
también a esto.
El
rechazo de Cristo y, particularmente, de su misterio pascual —de la Cruz y de
la Resurrección— apareció en el horizonte del pensamiento europeo a caballo de
los siglos xvii y xviii, especialmente en el período de la Ilustración. Primero
la francesa, luego la inglesa y la alemana. En sus diversas manifestaciones, la Ilustración
se oponía a lo que Europa había llegado a ser por obra de la evangelización. Se
puede comparar a sus representantes con los oyentes de Pablo en el Areópago. En
su mayoría no rechazaban la existencia del «Dios desconocido» como un ser
espiritual y trascendente en que «vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,
28). Pero los ilustrados radicales, más de quince siglos después del discurso
en el Areópago, rechazaban la verdad de Cristo, Hijo de Dios, que se ha dado a
conocer haciéndose hombre, naciendo de la Virgen en Belén, anunciando la Buena Nueva y, al
final, entregando la vida por los pecados de todos los hombres. El pensamiento
ilustrado europeo quiso desembarazarse de este Dios-Hombre, muerto y
resucitado, e hizo todo lo posible por excluirlo de la historia del continente.
Bastantes pensadores y políticos actuales permanecen obstinadamente fieles a
esta aspiración.
Los
representantes del postmodernismo contemporáneo critican tanto el patrimonio
válido como las quimeras de la Ilustración. Pero su crítica es a veces
desmedida, porque llega a no reconocer siquiera el valor de las posturas
ilustradas referentes al humanismo, la confianza en la razón y en el progreso.
Es cierto que no se puede ignorar la postura polémica de numerosos pensadores
ilustrados respecto al cristianismo. Pero el verdadero «drama cultural», que
dura hasta hoy, consiste precisamente en que contraponen al cristianismo ideas
como las apenas mencionadas que, sin embargo, están profundamente arraigadas en
la tradición cristiana.
Antes
de continuar este análisis del espíritu europeo, deseo referirme a otro texto
del Nuevo Testamento, a la parábola de Jesús sobre la vid y los sarmientos.
Cristo dice: «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos» (Jn 15, 5). Y más
adelante desarrolla esta gran metáfora diseñando una especie de teología de la
Encarnación y de la Redención. Él es la vid, el Padre el viñador y los
sarmientos cada uno de los hombres. Jesús habló a los Apóstoles usando esta
imagen el día antes de la
Pasión. El hombre es como el sarmiento. Blaise Pascal se
acerca a esta metáfora cuando describe al hombre como «caña pensante».1 Pero el
aspecto más profundo y esencial de la parábola es lo que Cristo dice sobre el
cultivo de la vid. Dios ,
que creó al hombre, cuida de esta criatura suya. Como viñador, la cultiva. Y lo hace en
el modo que le es propio. Injerta la humanidad en la «vid» de la divinidad de
su Hijo unigénito. El Hijo eterno y consustancial al Padre se hace hombre
precisamente para esto.
¿Por
qué este «cultivo de Dios»? ¿Es posible injertar un sarmiento humano en esa Vid
que es Dios hecho hombre? La respuesta de la Revelación es clara: el hombre
desde el inicio fue llamado a la existencia como imagen y semejanza de Dios
(cf. Gn 1, 27) y, por tanto, su humanidad encierra siempre en sí algo divino.
La humanidad del hombre puede ser «cultivada» también de esta manera
sobrenatural. Aún más, en la actual economía de la salvación, sólo mediante su
inserción en la divinidad de Cristo el hombre puede realizarse en plenitud. Si
rechaza esta inserción, se condena en cierto sentido a una humanidad
incompleta.
¿Por
qué en este lugar de nuestras consideraciones sobre Europa nos referimos a la
parábola de Cristo sobre la vid y los sarmientos? Quizás porque precisamente
esta parábola nos permite explicar de la mejor manera el drama de la
ilustración europea. Rechazando a Cristo, o por lo menos poniendo entre
paréntesis su actuación en la historia del hombre y de la cultura, ciertas
corrientes del pensamiento europeo han cambiado de rumbo. Se ha privado al
hombre de «la vid», del injerto en esa vid que permite lograr la plenitud de la humanidad. Se puede
decir que se abrió el camino a las demoledoras experiencias del mal que
vendrían más tarde de una forma cualitativamente nueva, jamás conocida antes o,
al menos, no con tal magnitud,.
Según
la definición de santo Tomás, el mal es la ausencia de un bien que un
determinado ser debería tener. Así pues, en el hombre, como un ser creado a
imagen y semejanza de Dios, redimido del pecado por Cristo, debería encontrarse
el bien de la participación en la naturaleza y en la vida de Dios mismo, un
privilegio inaudito que Cristo le ha concedido por el misterio de la
Encarnación y de la
Redención. Privar al hombre de este bien equivale —según el
lenguaje evangélico— a cortar el sarmiento de la vid. En consecuencia, el
sarmiento no puede desarrollar esa plenitud que el viñador, que es el Creador,
había proyectado para él.
CENTRO
ORIENTAL
La
evangelización de la parte centro oriental del continente europeo, como Vuestra
Santidad ha mencionado, ha tenido una historia particular. Esto ha influido
seguramente en la fisonomía cultural de dichos pueblos.
En
efecto, una consideración aparte merece la evangelización que tiene su fuente
en Bizancio. Se puede decir que su símbolo son los santos Cirilo y Metodio, los
apóstoles de los eslavos. Fueron griegos provenientes de Tesalónica.
Emprendieron la evangelización de los eslavos, comenzando en los territorios de
la actual
Bulgaria. Su primera preocupación fue aprender la lengua
local, creando ciertos signos gráficos para transcribir la fonética de su
propio modo de hablar, dando origen así al primer alfabeto eslavo, llamado
después cirílico. Este alfabeto, con algunas modificaciones, se conserva hasta
hoy en los países del Oriente eslavo, mientras que el Occidente eslavo adoptó
la escritura latina, usando al principio el latín como lengua de las capas
cultas y formando después progresivamente su propia literatura.
Cirilo
y Metodio actuaron, por invitación del príncipe de la gran Moravia , en los
territorios de su país en el siglo ix. Es probable que llegaran también al
territorio de los vistulanos, detrás de los Cárpatos. Pero estuvieron
ciertamente en los territorios de Panonia, en la actual Hungría , y también
en las tierras de Croacia, Bosnia y Herzegovina, así como en la región de
Ocrida, en la zona de la Macedonia eslava. Dejaron discípulos que continuaron
su actividad misionera. Estos dos santos hermanos influyeron también en la
evangelización de los eslavos de los territorios que se encuentran al norte del
mar Negro. Porque la evangelización de los eslavos a partir del bautismo de san
Vladimiro en 988 se extendió sobre toda la Rus’ de Kiev y, luego, abarcó las
tierras del norte de la
actual Rusia , llegando hasta los Urales. En el siglo xiii, a
raíz de la invasión de los mongoles que destruyeron el país de Kiev, esta
evangelización atravesó una grave prueba de notable alcance histórico. Sin
embargo, los nuevos centros religiosos y políticos en el norte, especialmente
Moscú, no sólo supieron defender la tradición cristiana en su forma
eslavo-bizantina, sino también propagarla dentro de los límites de Europa hasta
los Urales, e incluso más allá de los Urales, en los territorios de Siberia y
del norte de Asia.
Todo
esto forma parte de la historia de Europa y muestra de alguna manera la
naturaleza del espíritu europeo. En el período sucesivo a la Reforma, como
consecuencia del principio cuius regio eius religio, llegaron las guerras de
religión. Muchos cristianos de diferentes Iglesias se dieron cuenta de que
tales guerras estaban en contraste con el Evangelio y, paulatinamente, llegó a
prevalecer el principio de libertad religiosa, con el cual se afirmaba la
posibilidad de elegir personalmente la confesión religiosa y la consecuente
pertenencia eclesial. Además, con el transcurso del tiempo, las diversas
confesiones cristianas, sobre todo de proveniencia evangélica y protestante,
comenzaron a encaminarse en busca de concordia y acuerdos. Eran los primeros pasos
por el camino que se convertiría en el movimiento ecuménico. Por lo que se
refiere a la Iglesia católica, un acontecimiento crucial en este sentido fue el
Concilio Vaticano II. En él, la Iglesia católica definió su posición respecto a
todas las Iglesias y Comunidades eclesiales que están fuera de la unidad
católica, y se comprometió con total determinación en la actividad ecuménica.
Este acontecimiento es importante para la futura unidad plena de todos los
cristianos. Sobre todo en el siglo xx, se han dado cuenta de que no podían
dejar de buscar esa unidad, por la cual Cristo oró la víspera de su Pasión: «Que
todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos lo sean también en
nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21). Puesto que
los Patriarcados del Oriente ortodoxo también están comprometiéndose
activamente en el diálogo ecuménico, se puede abrigar la esperanza de una
unidad plena en un futuro no lejano. La Sede Apostólica ,
por su parte, está decidida a hacer todo lo posible en este sentido a través
del diálogo, tanto con la Iglesia ortodoxa como con cada una de las Iglesias y
Comunidades eclesiales en el Occidente.
Como
se dice en los Hechos de los Apóstoles, a Europa llegó el cristianismo desde
Jerusalén, a través de Asia Menor. Inicialmente, de Jerusalén salían las rutas
misioneras que conducirían a los Apóstoles de Cristo hasta los «confines del
mundo» (Hch 1, 8). Sin embargo, ya en los tiempos apostólicos, el centro de la
difusión misionera se trasladó a Europa. Sobre todo a Roma, donde daban
testimonio de Cristo los santos Apóstoles Pedro y Pablo y, más tarde, también a
Constantinopla, es decir, Bizancio. Así pues, la evangelización tuvo sus dos
centros principales en Roma y Bizancio. De estas ciudades salían los misioneros
para cumplir el mandato de Cristo: «Id y haced discípulos de todos los pueblos,
bautizándolos en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,
19). Los efectos de esta actividad misionera pueden verse aún hoy en Europa: se
reflejan en la orientación cultural de los pueblos. Los misioneros provenientes
de Roma iniciaron un proceso de inculturación que ha dado lugar a la versión
latina del cristianismo, mientras que los misioneros provenientes de Bizancio
han promovido su versión bizantina: primero la griega y luego la eslava,
cirílico-metodiana. La evangelización de toda Europa se ha realizado
principalmente a partir de estos dos núcleos.
Gradualmente,
con el transcurso de los siglos, la evangelización ha rebasado los confines de
Europa. Fue una epopeya gloriosa sobre la cual, no obstante, proyecta su sombra
la cuestión de la
colonización. En el sentido moderno de la palabra se puede
hablar de colonización desde el tiempo del descubrimiento de América. La
primera gran «colonia» europea fue precisamente el continente americano: el
centro y el sur colonizado por los españoles y portugueses, y el norte por los
franceses y los anglosajones. Fue un fenómeno transitorio. Unos siglos después
del descubrimiento de América, se formaron en el sur y en el norte nuevas
sociedades y nuevos estados postcoloniales, que se han convertido cada vez en
mayor medida en verdaderos consocios de Europa.
La
celebración del quinto centenario del descubrimiento de América ha dado ocasión
para plantear la gran cuestión sobre la relación entre el desarrollo de las
sociedades americanas del norte y del sur, por un lado, y los derechos de las
poblaciones indígenas por otro. En el fondo, es una cuestión inherente a toda
colonización. También la del continente africano. Nace del hecho de que la
colonización implica siempre llevar e injertar «algo nuevo» en el tronco
precedente. En cierto sentido, esto favorece el progreso de las poblaciones
autóctonas, pero simultáneamente trae consigo una especie de expropiación, no
solamente de sus tierras sino también de su patrimonio espiritual. ¿Cómo se
planteó dicho problema en América del norte y del sur? ¿Cuál debería ser el
juicio moral a la luz de las diversas situaciones que se produjeron en la
historia? Éstas son preguntas planteadas con razón, y a las que se deben buscar
respuestas adecuadas. Hay que saber reconocer también los fallos de los
colonizadores, así como asumir el compromiso de reparar sus culpas en lo que
sea posible.
En
cualquier caso, la colonización es parte de la historia de Europa y del
espíritu europeo. Europa es relativamente pequeña. Pero, al mismo tiempo, es un
continente muy desarrollado, al que se puede decir que la Providencia ha
confiado la tarea de comenzar un múltiple intercambio de bienes entre las diferentes
partes del mundo, entre los distintos países, pueblos y naciones de todo el
orbe. Tampoco se puede olvidar que la obra misionera de la Iglesia se propagó
al mundo desde Europa. Tras haber recibido la Buena Nueva de
Jerusalén, Europa, tanto la romana como la bizantina, se convirtió en el gran
centro de la evangelización del mundo y, a pesar de todas las crisis, no ha
dejado de serlo hasta hoy. Tal vez esta situación cambie. Puede ser que, en un
futuro más o menos lejano, la Iglesia en los países europeos necesite la ayuda
de las Iglesias de otros continentes. Si llegara a ocurrir, la nueva situación
podría interpretarse como una cierta forma de saldar las «deudas» que los otros
continentes contrajeron con Europa por haberles llevado el anuncio del Evangelio.
Al
pensar en Europa, en fin, es preciso observar que no se puede entender su
historia moderna sin tener en cuenta las dos grandes revoluciones: la francesa,
a finales del siglo xviii, y la rusa a comienzos del xx. Ambas fueron una
reacción al sistema feudal, que en Francia había tomado la forma del
«absolutismo ilustrado» y, en Rusia, de la «autocracia» (samodierz.avie)
zarista. La revolución francesa, que causó tantas víctimas inocentes, al final
abrió las puertas a Napoleón, que se proclamó emperador de los franceses,
dominando Europa con su genio militar durante la primera década del siglo xix.
Después de Napoleón, el Congreso de Viena restableció en Europa el sistema del
absolutismo ilustrado, sobre todo en los países responsables de la repartición
de Polonia. Entre finales del xix y comienzos del xx se consolidó esta
distribución de fuerzas, apareciendo al mismo tiempo nuevas naciones en Europa,
como la italiana.
En
la segunda década del siglo xx, la situación en Europa degeneró hasta el punto
de llegar a la
Primera Guerra Mundial. Fue una contienda cruenta entre las
«grandes alianzas» —Francia, Inglaterra y Rusia, a la que se añadió Italia, por
un lado, y Alemania y Austria por otro—, pero también el conflicto del cual
nació la libertad de algunos pueblos. En 1918, al terminar la Primera Guerra Mundial ,
aparecen de nuevo en el mapa de Europa los estados hasta entonces sometidos por
las potencias ocupantes. Así, el año 1918 trae consigo la recuperación de la
independencia de Polonia, Lituania, Letonia y Estonia. De modo similar, nace en
el sur la
libre República Checoslovaca , y algunas naciones de Europa
central entran a formar parte de la Federación Yugoslava.
Ucrania y Bielorrusia no consiguieron todavía la
independencia, a pesar de las bien conocidas aspiraciones y expectativas de sus
pueblos. Este nuevo sistema de fuerzas en Europa, en el sentido político,
apenas duraría veinte años.
18/
FRUTOS DEL BIEN EN EL SUELO DE LA ILUSTRACIÓN
A
la erupción del mal que tuvo lugar durante la Primera Guerra Mundial
siguió otra aún más terrorífica en la segunda y en los crímenes de los que
hemos hablado al comienzo de nuestro coloquio. Usted, Santo Padre, dijo que la
visión de la Europa actual no puede limitarse al mal, a la herencia destructiva
de la Ilustración y de la Revolución francesa, porque ésta sería una visión
unilateral. ¿Cómo se debe, pues, ampliar la perspectiva para poder ver también
los aspectos positivos de la historia moderna de esta Europa nuestra?
La
Ilustración europea no sólo dio lugar a las crueldades de la Revolución
francesa; tuvo también frutos buenos, como la idea de libertad, igualdad y
fraternidad, que son después de todo valores enraizados en el Evangelio. Aunque
se proclamen de espaldas a él, estas ideas hablan por sí solas de su origen. De
este modo, la Ilustración francesa preparó el terreno para comprender mejor los
derechos del hombre. En realidad la revolución misma violó, de hecho y de
varios modos, muchos de estos derechos. Pero el reconocimiento efectivo de los
derechos del hombre comenzó desde ese momento a ponerse en práctica con mayor
fuerza, superando las tradiciones feudales. Hay que subrayar, además, que estos
derechos ya eran conocidos, en cuanto radicados en la naturaleza del hombre,
creada por Dios según su imagen y, como tales, proclamados en la Sagrada Escritura
desde las primeras páginas del libro del Génesis. Cristo mismo se refiere a
ellos reiteradamente, cuando, por ejemplo, se dice en el Evangelio que «el
sábado se hizo para el hombre, y no el hombre para el sábado» (Mc 2, 27). En
estas palabras, afirma con su autoridad la primacía de la dignidad del hombre,
indicando que, en última instancia, su fundamento es divino.
También
la idea del derecho de la nación se relaciona con la tradición ilustrada, e
incluso con la Revolución francesa. El derecho de la nación a la existencia, a
su propia cultura y a su soberanía política, era en aquel momento de la
historia, en el siglo xviii, de gran importancia para muchas naciones en Europa
y en otras partes. Lo era para Polonia que, precisamente en esos años, a pesar
de la Constitución del 3 de mayo2, estaba por perder la independencia. Al
otro lado del Atlántico, lo era de modo particular para los Estados Unidos de
América del norte que se estaban formando. Es significativo que estos tres
acontecimientos —la Revolución francesa (14 de julio de 1789), la proclamación
de la Constitución del 3 de mayo en Polonia (1791) y la Declaración de
Independencia de los Estados Unidos de América (4 de julio de 1776)— se
produjeran en fechas tan próximas unas de otras. Pero algo parecido podría
decirse de los diferentes países de Latinoamérica que, después de un largo
período feudal, estaban tomando una nueva conciencia nacional y, en
consecuencia, se fortalecían sus aspiraciones independistas frente a la Corona
española o portuguesa.
Así
pues, las ideas de libertad, igualdad y fraternidad se iban fortaleciendo
—desgraciadamente a costa de la sangre de muchas víctimas en la guillotina— e
iluminaban la historia de los pueblos y de las naciones, al menos en los
continentes europeo y americano, dando origen a una nueva época de la historia. Por lo que
se refiere a la fraternidad, idea evangélica por excelencia, el período de la
Revolución francesa comportó su renovada consolidación en la historia de Europa
y del mundo. La fraternidad es un lazo que no sólo une a los individuos, sino
también a las naciones. La historia del mundo debería estar regida por el
principio de la fraternidad de los pueblos y no solamente por las intrigas
entre las fuerzas políticas o por la hegemonía de los monarcas, sin una
suficiente consideración por los derechos del hombre y de las naciones.
Los
conceptos de libertad, igualdad y fraternidad fueron providenciales también al
principio del siglo xix, porque en aquellos años se produjo la gran convulsión
de la llamada cuestión social. El capitalismo de los inicios de la revolución
industrial menospreciaba de muchas maneras la libertad, la igualdad y la
fraternidad, permitiendo la explotación del hombre por el hombre en aras de las
leyes del mercado. El pensamiento ilustrado, sobre todo su concepto de
libertad, favoreció seguramente el surgir del Manifiesto Comunista de Carlos
Marx, pero propició también —a veces independientemente de esta declaración— la
formación de los postulados de la justicia social, que tenían a su vez su raíz
última en el Evangelio. Es significativo constatar cómo estos procesos de
talante ilustrado han llevado frecuentemente a redescubrir las verdades del
Evangelio. Lo muestran las Encíclicas sociales mismas, desde la Rerum novarum,
de León XIII, y las del siglo xx hasta la Centesimus annus.
En
los documentos del Concilio Vaticano II se puede hallar una síntesis
estimulante de la relación del cristianismo con la Ilustración. Aunque
los textos no hablan de ella expresamente, sin embargo, cuando se los analiza
más a fondo en el contexto cultural de nuestra época, ofrecen valiosas
indicaciones sobre este punto. El Concilio, en la exposición de su doctrina, ha
evitado intencionalmente cualquier polémica. Ha preferido presentarse como una
nueva expresión de esa inculturación que ha acompañado al cristianismo desde
los tiempos apostólicos. Siguiendo sus orientaciones, los cristianos pueden
convivir con el mundo contemporáneo y entablar un diálogo constructivo con él.
Como el buen samaritano del Evangelio, pueden acercarse también al hombre
maltrecho, tratando de curar sus heridas en este comienzo del siglo xxi. La
solicitud por ayudar al hombre es incomparablemente más importante que las
polémicas y las acusaciones, por ejemplo, a las raíces ilustradas de las
grandes catástrofes históricas del siglo xx. Porque el espíritu del Evangelio
se manifiesta sobre todo en la disponibilidad para ofrecer al prójimo una ayuda
fraterna.
«Realmente,
el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado.»3
Con estas palabras el Concilio Vaticano II expresa la antropología que
constituye el fundamento de todo el magisterio conciliar. Cristo no sólo indica
a los hombres el camino de la vida interior, sino que Él mismo se presenta como
«el camino» para ello. Es «camino» porque es el Verbo encarnado, es el Hombre.
Leemos más adelante en el texto conciliar: «Pues Adán, el primer hombre, era
figura del que había de venir, es decir, de Cristo, el Señor. Cristo, el nuevo
Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta
plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su
vocación.»4 Sólo Cristo con su humanidad revela hasta el fondo el misterio del
hombre. En efecto, únicamente se puede ahondar hasta el fondo en el sentido del
misterio del hombre si se toma como punto de partida su creación a imagen y
semejanza de Dios. El ser humano no puede comprenderse del todo a sí mismo
teniendo como única referencia las otras criaturas del mundo visible. El hombre
encuentra la clave para entenderse a sí mismo contemplando el divino Prototipo,
el Verbo encarnado, Hijo eterno del Padre. Así pues, la fuente primaria y
decisiva para entender la íntima naturaleza del ser humano es la Santísima Trinidad. A
todo esto se refiere la fórmula bíblica «imagen y semejanza», citada en las
primeras páginas del libro del Génesis (Gn 1, 26-27). Por tanto, para explicar
a fondo la esencia del hombre hay que acudir a esta fuente.
El
misterio del Verbo encarnado nos ayuda a comprender el misterio del hombre
también en su dimensión histórica. Porque Cristo es el «último Adán», como dice
san Pablo en la Primera
Carta a los Corintios (1 Co 15, 45). Este último Adán es el
Redentor del hombre, el Redentor del primer Adán, es decir, del hombre
histórico, cargado con la herencia de la caída original. Leemos en la Gaudium
et spes: «Cordero inocente, por su sangre libremente derramada, mereció para
nosotros la vida, y en él Dios nos reconcilió consigo y entre nosotros y nos
arrancó de la esclavitud del diablo y del pecado, de modo que cualquiera de
nosotros puede decir con el Apóstol: El Hijo de Dios "me amó y se entregó
a sí mismo por mí" (Ga 2, 20). Padeciendo por nosotros, no sólo nos dio
ejemplo para que sigamos sus huellas, sino que también instauró el camino con
cuyo seguimiento la vida y la muerte se santifican y adquieren un sentido nuevo
[...]. Ciertamente urgen al cristiano la necesidad y el deber de luchar contra
el mal con muchas tribulaciones y también de padecer la muerte; pero asociado
al misterio pascual, configurado con la muerte de Cristo, fortalecido por la
esperanza, llegará a la Resurrección» (n. 22).
Se
dice que el Concilio Vaticano II trajo consigo lo que Karl Rahner ha llamado un
«viraje antropológico». La intuición es válida, pero en modo alguno debe hacer
olvidar que este viraje tiene un carácter profundamente cristológico. La
antropología del Vaticano II está enraizada en la cristología y, por tanto, en la teología. Leídas
con atención, las frases citadas de la Constitución Gaudium
et spes son el núcleo mismo del nuevo sesgo que la Iglesia ha tomado en la
forma de presentar su antropología. Basándome en esta doctrina, he podido decir
en la Encíclica
Redemptor hominis que «el hombre es el camino de la Iglesia»
(n. 14).
La
Gaudium et spes subraya con mucha firmeza que la explicación del misterio del
hombre, enraizada en el misterio del Verbo encarnado, «vale no sólo para los
cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón
actúa la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos y la vocación última
del hombre es realmente una sola, es decir, la vocación divina. En
consecuencia, debemos mantener que el Espíritu Santo ofrece a todos la
posibilidad de que, de un modo conocido sólo por Dios, se asocien a este
misterio pascual» (n. 22).
La
antropología del Concilio tiene carácter netamente dinámico, habla del hombre a
la luz de su vocación y lo hace de manera existencial. Una vez más se propone
la visión del misterio del hombre que se ha manifestado a los creyentes por la
Revelación cristiana. «Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y
de la muerte, que fuera de su Evangelio nos abruma. Cristo resucitó,
destruyendo la muerte con su muerte, y nos dio la vida, para que, hijos en el
Hijo, clamemos en el Espíritu: ¡Abba! ¡Padre!»
(n.
22). Este enfoque del misterio central del cristianismo responde de modo más
directo a los retos del pensamiento contemporáneo, que acentúa más lo
existencial. En él campea la cuestión sobre el sentido de la existencia humana
y, especialmente, del dolor y de la muerte. Precisamente
en esta perspectiva el Evangelio se muestra como la mayor de las profecías. La
profecía sobre el hombre. Al margen del Evangelio, el hombre se queda en un dramático
interrogante sin respuesta. Porque la respuesta apropiada a la pregunta sobre
el hombre es Cristo, el Redemptor hominis.
19/
LA MISIÓN DE LA
IGLESIA
En
octubre de 1978, Usted, Santidad, salió de Polonia, probada por la guerra y el
comunismo, para venir a Roma y asumir la tarea de Sucesor de Pedro. Las
experiencias polacas le han acercado a una nueva forma postconciliar de la
Iglesia: a una Iglesia más abierta que en el pasado a los problemas de los
laicos y del mundo. Santo Padre, ¿qué tareas considera más importantes de la
Iglesia en el mundo actual? ¿Cuál debería ser la actitud de los hombres de
Iglesia?
Hoy
se necesita un enorme trabajo en la Iglesia. En particular, se necesita el apostolado
de los laicos, del que habla el Concilio Vaticano II. Es del todo indispensable
una profunda conciencia misionera. La Iglesia en Europa y en todos los
continentes debe darse cuenta de que siempre y en todas partes es Iglesia
misionera (in statu missionis). La misión pertenece de tal modo a su
naturaleza, que nunca y en ninguna parte, ni siquiera en los países de sólida
tradición cristiana, puede dejar de ser misionera. Durante los quince años de
su pontificado y con la ayuda del Sínodo de los Obispos, Pablo VI ha promovido
ulteriormente esta conciencia, renovada por el Concilio Vaticano II. De su
corazón surgió, por ejemplo, la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi. Yo
mismo he tratado de seguir por este camino desde las primeras semanas de mi
ministerio. La muestra está en el primer documento del pontificado, la Encíclica Redemptor
hominis.
La
Iglesia debe ser incansable en esta misión recibida de Cristo. Debe ser humilde
y valiente, como Cristo mismo y como sus Apóstoles. No puede desanimarse ni
siquiera ante disidencias, protestas o cualquier tipo de acusación, como, por
ejemplo, la de hacer proselitismo o la de supuestos intentos de clericalizar la
vida social. Sobre todo, no puede dejar de proclamar el Evangelio. Ya san Pablo
fue consciente de esto cuando escribió a su discípulo: «Proclama la Palabra, insiste
a tiempo y a destiempo, rebate, reprende, reprocha, exhorta con toda paciencia
y deseo de instruir» (2 Tm 4, 2). Este deber tan íntimo, confirmado por
aquellas otras palabras de Pablo: «¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1 Co
9, 16), ¿de dónde proviene? ¡Está muy claro! Surge del saber muy bien que, bajo
el cielo, ningún otro nombre nos puede salvar, sino uno solo: el de Cristo (cf.
Hch 4, 12).
«¡Cristo,
sí, Iglesia, no!», objetan algunos contemporáneos. Aparte la protesta que
implica, en este lema podría apreciarse una cierta apertura a Cristo, que la
Ilustración excluía. Pero es una apertura aparente. Cristo, en efecto, cuando
es aceptado realmente, lleva siempre consigo la Iglesia, que es su Cuerpo
místico. Cristo no existe sin la Encarnación, Cristo no existe sin la Iglesia. La Encarnación
del Hijo de Dios en la naturaleza humana se prolonga, por voluntad suya, en la
comunidad de los seres humanos que Él mismo constituyó, garantizándoles su
presencia constante: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del
mundo» (Mt 28, 20). Naturalmente, la Iglesia, como institución humana, necesita
purificarse y renovarse siempre. Así lo ha reconocido el Concilio Vaticano II
con toda franqueza.5 Sin embargo, como Cuerpo de Cristo, la Iglesia es la condición
de su presencia y actuación en el mundo.
Se
puede decir que todas las reflexiones hasta ahora expuestas reflejan, directa o
indirectamente, los criterios que han inspirado las iniciativas tomadas para
celebrar el final del segundo milenio del nacimiento de Cristo y el inicio del
tercero. He hablado de esto en las dos Cartas apostólicas dirigidas a la
Iglesia y también, en cierto sentido, a todos los hombres de buena voluntad,
con motivo de este acontecimiento. Tanto en la Tertio millennio adveniente como
en la Novo millennio ineunte, he subrayado cómo el Gran Jubileo concernía a
todo el género humano en mayor medida que cualquier otro acontecimiento hasta
ahora. Cristo pertenece a la historia universal de toda la humanidad y le da
forma. La vivifica en el modo que le es propio, a semejanza de la levadura
evangélica. Desde la eternidad hay un proyecto de elevar en Cristo al hombre y
al mundo a una dimensión divina. Es una transformación que se realiza
permanentemente, también en nuestro tiempo.
La
visión de la Iglesia esbozada en la Constitución Lumen
gentium exigía en cierto modo ser completada. Ya lo intuyó con perspicacia Juan
XXIII, que en las últimas semanas antes de su muerte decidió que el Concilio
elaborara un documento específico sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo.
Aquel trabajo resultó sumamente fecundo. La Constitución Gaudium
et spes abrió la Iglesia a todo lo que se compendia en el concepto «mundo». Es
sabido que este término tiene un doble significado en la Sagrada Escritura. Por
ejemplo, el «espíritu de este mundo» (1 Co 2, 12) indica todo aquello que aleja
al hombre de Dios. Hoy se podría corresponder al concepto de secularización
laicista. Sin embargo, la
Sagrada Escritura contrarresta este significado negativo del
mundo con otro positivo: el mundo como la obra de Dios, como el conjunto de los
bienes que el Creador dio al hombre y encomendó a su iniciativa y
clarividencia. El mundo, que es como el teatro de la historia del género
humano, lleva las marcas de su habilidad, de sus derrotas y victorias. Aunque
mancillado por el pecado del hombre, ha sido liberado por Cristo crucificado y
resucitado, y espera llegar, contando también con el compromiso humano, a su
pleno cumplimiento.6 Se podría decir, parafraseando a san Ireneo: Gloria Dei,
mundus secundum amorem Dei ab homine excultus, la gloria de Dios es el mundo
perfeccionado por el hombre según el amor de Dios.
20/
RELACIÓN DE LA IGLESIA
CON EL ESTADO
La
Iglesia lleva a cabo su cometido misionero en una determinada sociedad y en el territorio
de un país concreto. Usted, Santidad, ¿cómo ve la relación de la Iglesia con el
Estado en la situación actual?
En
la Constitución
Gaudium et spes, leemos: «La comunidad política y la Iglesia
son entre sí independientes y autónomas en su propio campo. Sin embargo, ambas,
aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social
de los mismos hombres. Este servicio lo realizarán tanto más eficazmente en
bien de todos cuanto procuren mejor una sana cooperación entre ambas, teniendo
en cuenta también las circunstancias de lugar y tiempo. Pues el hombre no está
limitado al mero orden temporal, sino que, viviendo en la historia humana,
conserva íntegra su vocación eterna» (n. 76). Así pues, el significado que
tiene para el Concilio el término «separación» entre la Iglesia y el Estado, es
muy distinto del que querían darle los sistemas totalitarios. Sin duda fue una
sorpresa y, en cierto modo, un de-safío para muchos países, sobre todo para
aquellos gobernados por regímenes comunistas. Éstos, naturalmente, no podían
impugnar la posición del Concilio, pero se daban cuenta al mismo tiempo del
contraste con su concepto de «separación» entre la Iglesia y el Estado. En su
visión, en efecto, el mundo pertenece exclusivamente al Estado; la Iglesia
tiene su propio campo de acción, que en cierto sentido es «ultramundano». La
visión conciliar de la Iglesia «en» el mundo rechaza este punto de vista. Para
la Iglesia, el mundo es una tarea y un reto. Lo es para todos los cristianos y,
de modo especial, para los católicos laicos. El Concilio planteó con énfasis la
cuestión del apostolado de los laicos, especialmente de la presencia activa de
los cristianos en la vida social. Pero precisamente este ámbito, según la
ideología marxista, debía ser dominio exclusivo del Estado y del partido.
Vale
la pena recordarlo, porque hoy existen partidos que, si bien son de talante
democrático, demuestran una creciente propensión a interpretar el principio de
la separación entre la Iglesia y el Estado según el criterio que era propio de
los gobiernos comunistas. Naturalmente, ahora las sociedades disponen de medios
adecuados de autodefensa. Pero hace falta ponerlos en práctica. Precisamente en
este punto, preocupa una cierta pasividad que se nota en la postura de los ciudadanos
creyentes. Se tiene la impresión de que en otras épocas había una sensibilidad
más viva respecto a sus propios derechos en el campo religioso y, por tanto,
era más ágil su reacción para defenderlos con los medios democráticos
disponibles. Hoy todo esto parece en cierto modo atenuado, e incluso
paralizado, tal vez por una insuficiente preparación de las élites políticas.
En
el siglo xx hubo muchas tentativas para que el mundo dejara de creer y
rechazara a Cristo. A finales de siglo, y también del milenio, estas
actividades destructivas se han debilitado, pero dejando tras de sí una gran
devastación. Han provocado un deterioro de las conciencias, con consecuencias
ruinosas en el campo de la moral, tanto por lo que se refiere a la persona y a
la familia como a la ética social. Lo saben mejor que nadie los sacerdotes que
están diariamente en contacto con la vida espiritual de las personas. Cuando
tengo ocasión de conversar con ellos, me cuentan a menudo relatos
estremecedores. Europa, al filo de dos milenios, podría definirse,
lamentablemente, como un continente asolado. Los programas políticos,
encaminados sobre todo hacia el desarrollo económico, no bastarán por sí solos
para sanar estas heridas. Pueden incluso empeorarlas. Se abre así un enorme
campo de trabajo para la
Iglesia. En el mundo contemporáneo, la mies evangélica es
verdaderamente inmensa. Sólo queda rogar al Señor —y hacerlo con insistencia—
que mande obreros a esta mies, en espera de la cosecha.
21/
EUROPA EN EL CONTEXTO DE OTROS CONTINENTES
Tal
vez, Santo Padre, podría ser instructivo considerar a Europa desde el punto de
vista de su relación con los otros continentes. Usted, Santidad, participó en
los trabajos del Concilio y ha tenido muchos encuentros con personalidades de
todo el mundo, especialmente durante sus numerosas peregrinaciones apostólicas.
¿Qué impresiones ha tenido de dichos encuentros?
Me
refiero sobre todo a las experiencias que tuve como obispo, tanto durante el
Concilio como, después, en la colaboración con diversos Dicasterios de la Curia Romana. Significó
mucho para mí la participación en las asambleas del Sínodo de los Obispos.
Todos estos encuentros me permitieron hacerme una idea bastante precisa de las
relaciones entre Europa y los países no europeos y, sobre todo, con las
Iglesias fuera de Europa. A la luz de la doctrina conciliar, dichas relaciones
debían regirse por el criterio de la communio ecclesiarum, una comunión que se
traduce en un intercambio de bienes y servicios, con el resultado de un
enriquecimiento mutuo. La Iglesia católica en Europa, sobre todo en Europa
occidental, convive desde hace siglos con los cristianos de la Reforma; en el
Oriente predominan los ortodoxos. Fuera de Europa, el continente más católico
es el latinoamericano. En Norteamérica los católicos son mayoría relativa. Algo
parecida es la situación en Australia y Oceanía. En Filipinas, la Iglesia
representa la mayoría de la
población. En el continente asiático, los católicos son
minoría. África es un continente misionero, donde la Iglesia continúa haciendo
notables progresos. La mayoría de las Iglesias no europeas se han formado
gracias a la actividad misionera, que ha tenido su punto de partida en Europa.
Hoy son Iglesias con su propia identidad y una clara especificidad. Si bien
históricamente las Iglesias de América del Sur o del Norte, las africanas o las
asiáticas, pueden considerarse una «emanación» de Europa, hoy son de hecho una
especie de contrapeso espiritual para el Viejo Continente, tanto más importante
cuanto más avanza en éste el proceso de descristianización.
Durante
el siglo xx se creó una situación de concurrencia entre tres mundos. La
expresión es conocida: durante la dominación comunista en el Este de Europa, se
comenzó a llamar Segundo Mundo al que quedó tras el telón de acero, el mundo
colectivista, contrapuesto al Primer Mundo, el capitalista, en el Occidente.
Todo lo que se encontraba fuera de este ámbito se llamaba Tercer Mundo,
refiriéndose sobre todo a los países en vías de desarrollo.
Con
el mundo así dividido, la Iglesia se percató muy pronto de que era necesario
articular el modo de llevar a cabo su propia tarea, que es la evangelización. Así ,
al tratar de la justicia social, un aspecto de primera importancia para la la
evangelización, la Iglesia ha seguido apoyando el desarrollo justo en su
actividad pastoral entre los habitantes del mundo capitalista, pero sin ceder a
los procesos de descristianización radicados en las viejas tradiciones
ilustradas. A su vez, con relación al Segundo Mundo, el comunista, la Iglesia sintió
la necesidad de luchar sobre todo por los derechos del hombre y los derechos de
las naciones. Así ocurrió tanto en Polonia como en los países vecinos. Respecto
a los países del Tercer Mundo, además de cristianizar las comunidades locales,
la Iglesia ha asumido la tarea de subrayar la injusta distribución de los
bienes, ya no sólo entre los diversos grupos sociales, sino entre distintas
zonas de la tierra. En
efecto, resultaba cada vez más clara la desigualdad entre el norte rico, y cada
día más rico, y el sur pobre, que incluso después de la colonización seguía
siendo explotado y penalizado de muchas maneras. La pobreza del sur, en vez de
disminuir, aumentaba constantemente. Resultaba obligado reconocer en esto una
consecuencia del capitalismo incontrolado que, si por un lado servía para
enriquecer aún más a los ricos, por otro ponía a los pobres en condiciones de
un empobrecimiento cada vez más dramático.
Ésta
es la imagen de Europa y del mundo que saqué de los contactos con los obispos
de otros continentes durante las sesiones conciliares y en otras ocasiones
después. Tras la elección a la Sede de Pedro, el 16 de octubre de 1978, tanto
estando en Roma como durante mis visitas pastorales a las diversas Iglesias
diseminadas por todo el mundo, he podido confirmar y profundizar esta visión, y
en esta perspectiva he desempeñado mi ministerio al servicio de la
evangelización del mundo, en gran medida impregnado ya del Evangelio. En estos
años he prestado siempre mucha atención a las tareas que nacen en las fronteras
entre la Iglesia y el mundo contemporáneo. La Constitución Gaudium
et spes habla del «mundo», pero es sabido que con dicho término se designan
varios mundos diferentes. Hice notar precisamente esto, ya durante el Concilio,
tomando la palabra como Metropolitano de Cracovia.
DEMOCRACIA:
POSIBILIDADES
Y
RIESGOS
22/
LA DEMOCRACIA
CONTEMPORÁNEA
La
Revolución francesa difundió en el mundo el lema «libertad, igualdad,
fraternidad» como programa de la democracia moderna. ¿Cómo valora, Santo Padre,
el sistema democrático en su versión occidental?
Las
reflexiones hilvanadas hasta ahora nos han acercado a una cuestión que parece
tener especial relieve en la civilización europea: la democracia, entendida no
solamente como un sistema político, sino también como mentalidad y
comportamiento. La democracia hunde sus raíces en la tradición griega, aunque
en la antigua Hélade
no tenía el mismo significado que ha adquirido en los tiempos modernos. Es bien
conocida la distinción clásica entre las tres formas posibles de régimen
político: monarquía, aristocracia y democracia. Cada uno de estos sistemas da
su propia respuesta a la pregunta sobre quién es el sujeto original del poder.
Según la concepción monárquica, es un individuo: rey, emperador o príncipe
soberano. En el sistema aristocrático es un grupo social que ejerce el poder en
virtud de méritos particulares, como, por ejemplo, el valor en el campo de
batalla, el origen social o el nivel económico. En el sistema democrático, el
sujeto del poder es toda la sociedad, todo el «pueblo», en griego demos.
Obviamente, dado que la gestión del poder no puede ser ejercida por todos al
mismo tiempo, la forma de gobierno democrática se sirve de los representantes
del pueblo, designados mediante elecciones libres.
Estas
tres formas de gobierno se han dado en la historia de las diversas sociedades y
todavía siguen existiendo, si bien la tendencia contemporánea sea decididamente
favorable a la democracia, como la fórmula que responde mejor a la naturaleza
racional y social del hombre y, en definitiva, a las exigencias de la justicia
social. Porque no resulta difícil aceptar que, si la sociedad se compone de
hombres, y el hombre es un ser social, se debe otorgar a cada uno una
participación en el poder, aunque sea indirecta.
En
la historia polaca se puede observar el paso gradual de uno a otro de estos
sistemas políticos, y también su progresiva compenetración. El Estado de los
Piast tuvo carácter sobre todo monárquico, con
los
Jagellones la monarquía se hizo cada vez más constitucional y, cuando se
extinguió la dinastía, aun permaneciendo monárquico, el gobierno se apoyó en la
oligarquía creada por la
nobleza. Pero , al ser ésta bastante numerosa, se debió
recurrir a una elección democrática de quienes ostentaban la representación de
los nobles. Surgió una especie de democracia nobiliaria. De este modo, pues, la
monarquía constitucional y la democracia nobiliaria convivieron durante varios
siglos en el mismo Estado. En las fases iniciales esto constituyó la fuerza del
Estado polaco-lituano-ruteno, pero con el transcurso del tiempo y el cambio de
circunstancias se puso al descubierto cada vez más la debilidad y los
desequilibrios de dicho sistema, que terminaron por llevar a la pérdida de la
independencia.
Cuando
volvió a ser libre, la República polaca se constituyó como un país democrático,
con un presidente y un Parlamento compuesto de dos cámaras. Tras la caída de la llamada República Popular
de Polonia en 1989, la
Tercera República adoptó un sistema análogo al vigente antes
de la Segunda
Guerra Mundial. Por lo que se refiere al período de la Polonia Popular ,
se debe decir que, aunque se autodenominaba «democracia popular», el poder
estaba de hecho en manos del partido comunista (oligarquía de partido) y su
secretario general era a la vez el primer cargo político del país.
Esta
visión retrospectiva de la historia de las diferentes formas de gobierno nos
permite entender mejor el valor, también ético y social, de los presupuestos
democráticos de un sistema. Así, mientras en los sistemas monárquicos y
oligárquicos (en la democracia nobiliaria polaca, por ejemplo) una parte de la
sociedad (a menudo la inmensa mayoría) está condenada a un papel pasivo o
subordinado, porque el poder está en manos de minorías, en los regímenes
democráticos esto no debería ocurrir. Pero, ¿es cierto que no ocurre? Esta
pregunta se justifica por algunas situaciones que se producen en la democracia. En todo
caso, la ética social católica apoya en principio la solución democrática,
porque responde mejor a la naturaleza racional y social del hombre, como ya he
dicho. Pero está lejos —conviene precisarlo— de «canonizar» este sistema. En
efecto, sigue siendo verdad que las tres soluciones teorizadas —monarquía,
aristocracia y democracia— pueden servir, en determinadas condiciones, para
realizar el objetivo esencial del poder, es decir, el bien común. En todo caso,
el presupuesto indispensable de cualquier solución es el respeto de las normas
éticas fundamentales. Ya para Aristóteles, la política no es otra cosa sino
ética social. Lo cual significa que si un cierto sistema de gobierno no se
corrompe es porque en él se practican las virtudes cívicas. La tradición griega
supo también calificar diferentes formas de corrupción en los diversos
sistemas. Y así, la monarquía puede degenerar en tiranía y, para las formas
patológicas de la democracia, Polibio acuñó el nombre de «oclocracia», o sea,
el gobierno de la plebe.
Tras
el ocaso de las ideologías del siglo xx, y especialmente la caída del
comunismo, muchas naciones han puesto sus esperanzas en la democracia. Pero
precisamente a este respecto cabe preguntarse: ¿cómo debería ser una
democracia? Frecuentemente se oye decir que con la democracia se realiza el
verdadero Estado de derecho. Porque en este sistema la vida social se regula por
las leyes que establecen los parlamentos, que ejercen el poder legislativo. En
ellos se elaboran las normas que regulan el comportamiento de los ciudadanos en
las diversas esferas de la vida social. Naturalmente, cada sector de la vida
social requiere una legislación específica para desarrollarse ordenadamente.
Con el procedimiento descrito, un Estado de Derecho pone en práctica el
postulado de toda democracia: formar una sociedad de ciudadanos libres que
trabajan conjuntamente para el bien común.
Dicho
esto, puede ser útil referirse una vez más a la historia de Israel. He hablado
ya de Abraham como el hombre que tuvo fe en la promesa de Dios, aceptó su
palabra y se convirtió así en padre de muchas naciones. Desde este punto de
vista, es significativo que se remitan a Abraham tanto los hijos e hijas de
Israel como los cristianos. También lo hacen los musulmanes. Sin embargo, hay
que precisar de inmediato que el fundamento del Estado de Israel como sociedad
organizada no es Abraham, sino Moisés. Fue Moisés quien condujo a sus
compatriotas fuera de la tierra egipcia y, durante la travesía del desierto, se
convirtió en el verdadero artífice de un Estado de derecho en el sentido
bíblico de la palabra. Es
una cuestión que merece destacarse: Israel, como pueblo escogido de Dios, era
una sociedad teocrática, en la
cual Moisés no solamente era un líder carismático, sino
también el profeta. Su cometido era poner, en nombre de Dios, las bases
jurídicas y religiosas del pueblo. En esta actividad de Moisés, el momento clave
fue lo acontecido al pie del monte de Sinaí. Allí se estipuló el pacto de
alianza entre Dios y el pueblo de Israel, basada en la ley que Moisés recibió
de Dios en la
montaña. Esencialmente , esta ley era el Decálogo: diez
palabras, diez principios de conducta, sin los cuales ninguna comunidad humana,
ninguna nación ni tampoco la sociedad internacional puede lograr su plena
realización. Los mandamientos esculpidos en las dos tablas que recibió Moisés
en el Sinaí están grabados al mismo tiempo en el corazón del hombre. Lo enseña
Pablo en la Carta a los Romanos: «Muestran tener la realidad de esa ley escrita
en su corazón, atestiguándolo su conciencia con sus juicios contrapuestos que
les acusan» (Rm 2, 15). La ley divina del Decálogo tiene valor vinculante como
ley natural también para los que no aceptan la Revelación: no matar, no
fornicar, no robar, no dar falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre…
Cada una de estas palabras del código del Sinaí defiende un bien fundamental de
la vida y de la convivencia humana. Si se cuestiona esta ley, la concordia
humana se hace imposible y la existencia moral misma se pone en entredicho.
Moisés, que baja de la montaña con las tablas de los Mandamientos, no es su
autor. Es más bien el servidor y el portavoz de la Ley que Dios le dio en el
Sinaí. Sobre esta base formularía después un código de conducta muy detallado,
que dejaría a los hijos e hijas de Israel en el Pentateuco.
Cristo
confirmó los mandamientos del Decálogo como núcleo normativo de la moral
cristiana, destacando que todos ellos se sintetizan en el más grande
mandamiento, el del amor a Dios y al prójimo. Por lo demás, es notorio que Él,
en el Evangelio, da una acepción universal al término «prójimo». El cristiano
está obligado a un amor que abarca a todos los hombres, incluidos los enemigos.
Cuando estaba escribiendo el estudio Amor y responsabilidad, el más grande de
los mandamientos me pareció una norma personalista. Precisamente porque el
hombre es un ser personal, no se pueden cumplir las obligaciones para con él si
no es amándolo. Del mismo modo que el amor es el mandamiento más grande en
relación con un Dios Persona, también el amor es el deber fundamental respecto
a la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios.
Este
mismo código moral que proviene de Dios, sancionado en la Antigua y en la Nueva Alianza , es
también fundamento inamovible de toda legislación humana, en cualquier sistema
y, en particular, en el sistema democrático. La ley establecida por el hombre,
por los parlamentos o por cualquier otra entidad legislativa, no puede
contradecir la ley natural, es decir, en definitiva, la ley eterna de Dios.
Santo Tomás formuló la conocida definición de ley: Lex est quaedam rationis
ordinatio ad bonum commune, ab eo qui curam communitatis habet promulgata, la
ley es una ordenación de la razón al bien común, promulgada por quien tiene a
su cargo la comunidad.1
En cuanto «ordenamiento de la razón», la ley se funda en la
verdad del ser: la verdad de Dios, la verdad del hombre, la verdad de la realidad
creada en su conjunto. Dicha verdad es la base de la ley natural. El legislador
le añade el acto de la
promulgación. Es lo que sucedió en el Sinaí con la Ley de
Dios, y lo que sucede en los parlamentos en sus actividades legislativas.
Llegados
a este punto, surge una cuestión de capital importancia para la historia
europea del siglo xx. En los años treinta, un parlamento legalmente elegido
permitió el acceso de Hitler al poder en Alemania, y el mismo Reichstag, al
darle plenos poderes (Ermächtigungsgesetz), le abrió el paso al proyecto
de
invadir Europa, a la organización de los campos de concentración y a la puesta
en marcha de la llamada «solución final» de la cuestión judía, como llamaban al
exterminio de millones de hijos e hijas de Israel. Basta recordar estos hechos
de tiempos recientes para darse cuenta con claridad de cómo la ley establecida
por el hombre tiene sus propios límites que no puede violar. Son los límites
marcados por la ley natural, mediante la cual Dios mismo protege los bienes fundamentales
del hombre. Los crímenes nazis tuvieron su Nuremberg, donde los responsables
fueron juzgados y castigados por la justicia humana. No obstante, hay muchos
otros casos en que no ha sido así, aunque queda siempre el supremo tribunal del
Legislador divino. El modo en que la Justicia y la Misericordia están en Dios a
la hora de juzgar a los hombres y la historia de la humanidad permanece
envuelto en un profundo misterio.
Ésta
es la perspectiva, como ya he dicho, desde la cual se pueden cuestionar, al comienzo
de un nuevo siglo y milenio, algunas decisiones legislativas tomadas en los
parlamentos de los actuales regímenes democráticos. Lo primero que salta a la
vista son las leyes abortistas. Cuando un parlamento legaliza la interrupción
del embarazo, aceptando la supresión de un niño en el seno de la madre, comete
una grave injuria para con un ser humano inocente y, además, sin capacidad
alguna de autodefensa. Los parlamentos que aprueban y promulgan semejantes
leyes han de ser conscientes de que se extralimitan en sus competencias y se
ponen en patente contradicción con la ley de Dios y con la ley natural.
21/
EUROPA EN EL CONTEXTO DE OTROS CONTINENTES
Tal
vez, Santo Padre, podría ser instructivo considerar a Europa desde el punto de
vista de su relación con los otros continentes. Usted, Santidad, participó en
los trabajos del Concilio y ha tenido muchos encuentros con personalidades de
todo el mundo, especialmente durante sus numerosas peregrinaciones apostólicas.
¿Qué impresiones ha tenido de dichos encuentros?
Me
refiero sobre todo a las experiencias que tuve como obispo, tanto durante el
Concilio como, después, en la colaboración con diversos Dicasterios de la Curia Romana. Significó
mucho para mí la participación en las asambleas del Sínodo de los Obispos.
Todos estos encuentros me permitieron hacerme una idea bastante precisa de las
relaciones entre Europa y los países no europeos y, sobre todo, con las
Iglesias fuera de Europa. A la luz de la doctrina conciliar, dichas relaciones
debían regirse por el criterio de la communio ecclesiarum, una comunión que se
traduce en un intercambio de bienes y servicios, con el resultado de un
enriquecimiento mutuo. La Iglesia católica en Europa, sobre todo en Europa
occidental, convive desde hace siglos con los cristianos de la Reforma; en el
Oriente predominan los ortodoxos. Fuera de Europa, el continente más católico
es el latinoamericano. En Norteamérica los católicos son mayoría relativa. Algo
parecida es la situación en Australia y Oceanía. En Filipinas, la Iglesia
representa la mayoría de la
población. En el continente asiático, los católicos son
minoría. África es un continente misionero, donde la Iglesia continúa haciendo
notables progresos. La mayoría de las Iglesias no europeas se han formado
gracias a la actividad misionera, que ha tenido su punto de partida en Europa.
Hoy son Iglesias con su propia identidad y una clara especificidad. Si bien
históricamente las Iglesias de América del Sur o del Norte, las africanas o las
asiáticas, pueden considerarse una «emanación» de Europa, hoy son de hecho una
especie de contrapeso espiritual para el Viejo Continente, tanto más importante
cuanto más avanza en éste el proceso de descristianización.
Durante
el siglo xx se creó una situación de concurrencia entre tres mundos. La
expresión es conocida: durante la dominación comunista en el Este de Europa, se
comenzó a llamar Segundo Mundo al que quedó tras el telón de acero, el mundo
colectivista, contrapuesto al Primer Mundo, el capitalista, en el Occidente.
Todo lo que se encontraba fuera de este ámbito se llamaba Tercer Mundo,
refiriéndose sobre todo a los países en vías de desarrollo.
Con
el mundo así dividido, la Iglesia se percató muy pronto de que era necesario
articular el modo de llevar a cabo su propia tarea, que es la evangelización. Así ,
al tratar de la justicia social, un aspecto de primera importancia para la la
evangelización, la Iglesia ha seguido apoyando el desarrollo justo en su
actividad pastoral entre los habitantes del mundo capitalista, pero sin ceder a
los procesos de descristianización radicados en las viejas tradiciones
ilustradas. A su vez, con relación al Segundo Mundo, el comunista, la Iglesia
sintió la necesidad de luchar sobre todo por los derechos del hombre y los
derechos de las naciones. Así ocurrió tanto en Polonia como en los países
vecinos. Respecto a los países del Tercer Mundo, además de cristianizar las
comunidades locales, la Iglesia ha asumido la tarea de subrayar la injusta
distribución de los bienes, ya no sólo entre los diversos grupos sociales, sino
entre distintas zonas de la
tierra. En efecto, resultaba cada vez más clara la
desigualdad entre el norte rico, y cada día más rico, y el sur pobre, que
incluso después de la colonización seguía siendo explotado y penalizado de
muchas maneras. La pobreza del sur, en vez de disminuir, aumentaba
constantemente. Resultaba obligado reconocer en esto una consecuencia del
capitalismo incontrolado que, si por un lado servía para enriquecer aún más a
los ricos, por otro ponía a los pobres en condiciones de un empobrecimiento
cada vez más dramático.
Ésta
es la imagen de Europa y del mundo que saqué de los contactos con los obispos
de otros continentes durante las sesiones conciliares y en otras ocasiones
después. Tras la elección a la Sede de Pedro, el 16 de octubre de 1978, tanto
estando en Roma como durante mis visitas pastorales a las diversas Iglesias
diseminadas por todo el mundo, he podido confirmar y profundizar esta visión, y
en esta perspectiva he desempeñado mi ministerio al servicio de la evangelización
del mundo, en gran medida impregnado ya del Evangelio. En estos años he
prestado siempre mucha atención a las tareas que nacen en las fronteras entre
la Iglesia y el mundo contemporáneo. La Constitución Gaudium
et spes habla del «mundo», pero es sabido que con dicho término se designan
varios mundos diferentes. Hice notar precisamente esto, ya durante el Concilio,
tomando la palabra como Metropolitano de Cracovia.
DEMOCRACIA:
POSIBILIDADES
Y
RIESGOS
22/
LA DEMOCRACIA
CONTEMPORÁNEA
La
Revolución francesa difundió en el mundo el lema «libertad, igualdad,
fraternidad» como programa de la democracia moderna. ¿Cómo valora, Santo Padre,
el sistema democrático en su versión occidental?
Las
reflexiones hilvanadas hasta ahora nos han acercado a una cuestión que parece
tener especial relieve en la civilización europea: la democracia, entendida no
solamente como un sistema político, sino también como mentalidad y
comportamiento. La democracia hunde sus raíces en la tradición griega, aunque
en la antigua Hélade
no tenía el mismo significado que ha adquirido en los tiempos modernos. Es bien
conocida la distinción clásica entre las tres formas posibles de régimen
político: monarquía, aristocracia y democracia. Cada uno de estos sistemas da
su propia respuesta a la pregunta sobre quién es el sujeto original del poder.
Según la concepción monárquica, es un individuo: rey, emperador o príncipe
soberano. En el sistema aristocrático es un grupo social que ejerce el poder en
virtud de méritos particulares, como, por ejemplo, el valor en el campo de
batalla, el origen social o el nivel económico. En el sistema democrático, el
sujeto del poder es toda la sociedad, todo el «pueblo», en griego demos.
Obviamente, dado que la gestión del poder no puede ser ejercida por todos al
mismo tiempo, la forma de gobierno democrática se sirve de los representantes
del pueblo, designados mediante elecciones libres.
Estas
tres formas de gobierno se han dado en la historia de las diversas sociedades y
todavía siguen existiendo, si bien la tendencia contemporánea sea decididamente
favorable a la democracia, como la fórmula que responde mejor a la naturaleza
racional y social del hombre y, en definitiva, a las exigencias de la justicia
social. Porque no resulta difícil aceptar que, si la sociedad se compone de
hombres, y el hombre es un ser social, se debe otorgar a cada uno una
participación en el poder, aunque sea indirecta.
En
la historia polaca se puede observar el paso gradual de uno a otro de estos
sistemas políticos, y también su progresiva compenetración. El Estado de los
Piast tuvo carácter sobre todo monárquico, con
los
Jagellones la monarquía se hizo cada vez más constitucional y, cuando se
extinguió la dinastía, aun permaneciendo monárquico, el gobierno se apoyó en la
oligarquía creada por la
nobleza. Pero , al ser ésta bastante numerosa, se debió
recurrir a una elección democrática de quienes ostentaban la representación de
los nobles. Surgió una especie de democracia nobiliaria. De este modo, pues, la
monarquía constitucional y la democracia nobiliaria convivieron durante varios
siglos en el mismo Estado. En las fases iniciales esto constituyó la fuerza del
Estado polaco-lituano-ruteno, pero con el transcurso del tiempo y el cambio de
circunstancias se puso al descubierto cada vez más la debilidad y los
desequilibrios de dicho sistema, que terminaron por llevar a la pérdida de la
independencia.
Cuando
volvió a ser libre, la República polaca se constituyó como un país democrático,
con un presidente y un Parlamento compuesto de dos cámaras. Tras la caída de la llamada República Popular
de Polonia en 1989, la
Tercera República adoptó un sistema análogo al vigente antes
de la Segunda
Guerra Mundial. Por lo que se refiere al período de la Polonia Popular ,
se debe decir que, aunque se autodenominaba «democracia popular», el poder
estaba de hecho en manos del partido comunista (oligarquía de partido) y su
secretario general era a la vez el primer cargo político del país.
Esta
visión retrospectiva de la historia de las diferentes formas de gobierno nos
permite entender mejor el valor, también ético y social, de los presupuestos
democráticos de un sistema. Así, mientras en los sistemas monárquicos y
oligárquicos (en la democracia nobiliaria polaca, por ejemplo) una parte de la
sociedad (a menudo la inmensa mayoría) está condenada a un papel pasivo o
subordinado, porque el poder está en manos de minorías, en los regímenes
democráticos esto no debería ocurrir. Pero, ¿es cierto que no ocurre? Esta
pregunta se justifica por algunas situaciones que se producen en la democracia. En todo
caso, la ética social católica apoya en principio la solución democrática,
porque responde mejor a la naturaleza racional y social del hombre, como ya he
dicho. Pero está lejos —conviene precisarlo— de «canonizar» este sistema. En
efecto, sigue siendo verdad que las tres soluciones teorizadas —monarquía,
aristocracia y democracia— pueden servir, en determinadas condiciones, para
realizar el objetivo esencial del poder, es decir, el bien común. En todo caso,
el presupuesto indispensable de cualquier solución es el respeto de las normas
éticas fundamentales. Ya para Aristóteles, la política no es otra cosa sino
ética social. Lo cual significa que si un cierto sistema de gobierno no se
corrompe es porque en él se practican las virtudes cívicas. La tradición griega
supo también calificar diferentes formas de corrupción en los diversos
sistemas. Y así, la monarquía puede degenerar en tiranía y, para las formas
patológicas de la democracia, Polibio acuñó el nombre de «oclocracia», o sea,
el gobierno de la plebe.
Tras
el ocaso de las ideologías del siglo xx, y especialmente la caída del
comunismo, muchas naciones han puesto sus esperanzas en la democracia. Pero
precisamente a este respecto cabe preguntarse: ¿cómo debería ser una democracia?
Frecuentemente se oye decir que con la democracia se realiza el verdadero
Estado de derecho. Porque en este sistema la vida social se regula por las
leyes que establecen los parlamentos, que ejercen el poder legislativo. En
ellos se elaboran las normas que regulan el comportamiento de los ciudadanos en
las diversas esferas de la vida social. Naturalmente, cada sector de la vida
social requiere una legislación específica para desarrollarse ordenadamente.
Con el procedimiento descrito, un Estado de Derecho pone en práctica el
postulado de toda democracia: formar una sociedad de ciudadanos libres que
trabajan conjuntamente para el bien común.
Dicho
esto, puede ser útil referirse una vez más a la historia de Israel. He hablado
ya de Abraham como el hombre que tuvo fe en la promesa de Dios, aceptó su
palabra y se convirtió así en padre de muchas naciones. Desde este punto de
vista, es significativo que se remitan a Abraham tanto los hijos e hijas de
Israel como los cristianos. También lo hacen los musulmanes. Sin embargo, hay
que precisar de inmediato que el fundamento del Estado de Israel como sociedad
organizada no es Abraham, sino Moisés. Fue Moisés quien condujo a sus
compatriotas fuera de la tierra egipcia y, durante la travesía del desierto, se
convirtió en el verdadero artífice de un Estado de derecho en el sentido
bíblico de la palabra. Es
una cuestión que merece destacarse: Israel, como pueblo escogido de Dios, era
una sociedad teocrática, en la
cual Moisés no solamente era un líder carismático, sino
también el profeta. Su cometido era poner, en nombre de Dios, las bases
jurídicas y religiosas del pueblo. En esta actividad de Moisés, el momento
clave fue lo acontecido al pie del monte de Sinaí. Allí se estipuló el pacto de
alianza entre Dios y el pueblo de Israel, basada en la ley que Moisés recibió
de Dios en la
montaña. Esencialmente , esta ley era el Decálogo: diez
palabras, diez principios de conducta, sin los cuales ninguna comunidad humana,
ninguna nación ni tampoco la sociedad internacional puede lograr su plena
realización. Los mandamientos esculpidos en las dos tablas que recibió Moisés
en el Sinaí están grabados al mismo tiempo en el corazón del hombre. Lo enseña
Pablo en la Carta a los Romanos: «Muestran tener la realidad de esa ley escrita
en su corazón, atestiguándolo su conciencia con sus juicios contrapuestos que
les acusan» (Rm 2, 15). La ley divina del Decálogo tiene valor vinculante como
ley natural también para los que no aceptan la Revelación: no matar, no
fornicar, no robar, no dar falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre…
Cada una de estas palabras del código del Sinaí defiende un bien fundamental de
la vida y de la convivencia humana. Si se cuestiona esta ley, la concordia
humana se hace imposible y la existencia moral misma se pone en entredicho.
Moisés, que baja de la montaña con las tablas de los Mandamientos, no es su
autor. Es más bien el servidor y el portavoz de la Ley que Dios le dio en el
Sinaí. Sobre esta base formularía después un código de conducta muy detallado,
que dejaría a los hijos e hijas de Israel en el Pentateuco.
Cristo
confirmó los mandamientos del Decálogo como núcleo normativo de la moral
cristiana, destacando que todos ellos se sintetizan en el más grande
mandamiento, el del amor a Dios y al prójimo. Por lo demás, es notorio que Él,
en el Evangelio, da una acepción universal al término «prójimo». El cristiano
está obligado a un amor que abarca a todos los hombres, incluidos los enemigos.
Cuando estaba escribiendo el estudio Amor y responsabilidad, el más grande de
los mandamientos me pareció una norma personalista. Precisamente porque el
hombre es un ser personal, no se pueden cumplir las obligaciones para con él si
no es amándolo. Del mismo modo que el amor es el mandamiento más grande en
relación con un Dios Persona, también el amor es el deber fundamental respecto
a la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios.
Este
mismo código moral que proviene de Dios, sancionado en la Antigua y en la Nueva Alianza , es
también fundamento inamovible de toda legislación humana, en cualquier sistema
y, en particular, en el sistema democrático. La ley establecida por el hombre,
por los parlamentos o por cualquier otra entidad legislativa, no puede
contradecir la ley natural, es decir, en definitiva, la ley eterna de Dios.
Santo Tomás formuló la conocida definición de ley: Lex est quaedam rationis
ordinatio ad bonum commune, ab eo qui curam communitatis habet promulgata, la
ley es una ordenación de la razón al bien común, promulgada por quien tiene a
su cargo la comunidad.1
En cuanto «ordenamiento de la razón», la ley se funda en la
verdad del ser: la verdad de Dios, la verdad del hombre, la verdad de la
realidad creada en su conjunto. Dicha verdad es la base de la ley natural. El
legislador le añade el acto de la promulgación. Es lo que sucedió en el Sinaí con
la Ley de Dios, y lo que sucede en los parlamentos en sus actividades
legislativas.
Llegados
a este punto, surge una cuestión de capital importancia para la historia
europea del siglo xx. En los años treinta, un parlamento legalmente elegido
permitió el acceso de Hitler al poder en Alemania, y el mismo Reichstag, al
darle plenos poderes (Ermächtigungsgesetz), le abrió el paso al proyecto
de
invadir Europa, a la organización de los campos de concentración y a la puesta
en marcha de la llamada «solución final» de la cuestión judía, como llamaban al
exterminio de millones de hijos e hijas de Israel. Basta recordar estos hechos
de tiempos recientes para darse cuenta con claridad de cómo la ley establecida
por el hombre tiene sus propios límites que no puede violar. Son los límites
marcados por la ley natural, mediante la cual Dios mismo protege los bienes fundamentales
del hombre. Los crímenes nazis tuvieron su Nuremberg, donde los responsables
fueron juzgados y castigados por la justicia humana. No obstante, hay muchos
otros casos en que no ha sido así, aunque queda siempre el supremo tribunal del
Legislador divino. El modo en que la Justicia y la Misericordia están en Dios a
la hora de juzgar a los hombres y la historia de la humanidad permanece
envuelto en un profundo misterio.
Ésta
es la perspectiva, como ya he dicho, desde la cual se pueden cuestionar, al
comienzo de un nuevo siglo y milenio, algunas decisiones legislativas tomadas
en los parlamentos de los actuales regímenes democráticos. Lo primero que salta
a la vista son las leyes abortistas. Cuando un parlamento legaliza la
interrupción del embarazo, aceptando la supresión de un niño en el seno de la
madre, comete una grave injuria para con un ser humano inocente y, además, sin
capacidad alguna de autodefensa. Los parlamentos que aprueban y promulgan
semejantes leyes han de ser conscientes de que se extralimitan en sus
competencias y se ponen en patente contradicción con la ley de Dios y con la
ley natural.
24/
la MEMORIA
MATERNAL DE LA IGLESIA
En
los últimos decenios se han producido enormes cambios en diferentes partes del
mundo y se habla mucho de la necesidad de que la Iglesia se adapte a la nueva
realidad cultural. Surge, pues, inexorable, la cuestión sobre la identidad de la Iglesia. Usted ,
Santo Padre, ¿cómo definiría los componentes de dicha identidad?
Para
contestar a esta pregunta hay que referirse, una vez más, a otro aspecto de la
misma cuestión. Al relatar los acontecimientos de la infancia de Jesús, san
Lucas afirma: «Su madre conservaba todo esto en su corazón» (Lc 2, 51). Se
trata del recuerdo de las palabras y, aún más, de los acontecimientos
relacionados con la encarnación del Hijo de Dios. María conservaba en su
corazón el misterio de la Anunciación, porque éste fue el momento en que
concibió en su seno al Verbo encarnado (cf. Jn 1, 14). Conservaba el recuerdo
de los meses que este Verbo estuvo oculto en su vientre. Después llegó el
momento del nacimiento del Señor, con todo lo que acompañó este acontecimiento.
María guardaba en su corazón que Jesús nació en Belén; que, por falta de lugar
en la posada, nació en un establo (cf. Lc 2, 7). Pero su nacimiento se produjo
en una atmósfera prodigiosa: los pastores de los campos cercanos vinieron para
saludar al Niño (cf. Lc 2, 15-17); luego vinieron a Belén los tres Magos de
Oriente (cf. Mt 2, 1-12); después, María y José tuvieron que huir a Egipto para
salvar al Hijo de la crueldad de Herodes (cf. Mt 2, 13-15). Todo esto iba
siendo fielmente guardado en la memoria de María y ella, como razonablemente se
deduce, se lo comunicó a Lucas, a quien debía tener cercano. También se lo
transmitió a Juan, al que Jesús, en la hora de su muerte, había confiado a su
Madre.
Es
cierto que Juan resume todo el Evangelio de la infancia de Jesús en una sola
frase: «Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros» (Jn 1, 14),
enmarcando esta única afirmación en el magnífico Prólogo de su Evangelio. Pero
también es cierto que sólo en Juan encontramos la descripción del primer
milagro de Jesús, realizado por insinuación de su Madre (cf. Jn 2, 1-11). Es el
único que nos ha dejado las palabras con que Jesús, a la hora de su muerte, le
confió a su Madre (cf. Jn 19, 26-27). Obviamente, María tenía grabados todos
estos acontecimientos en su memoria de manera indeleble. «Su madre conservaba
todo esto en su corazón» (Lc 2, 51).
La
memoria de María es una fuente de singular importancia para conocer a Jesús,
una fuente incomparable. Ella no es sólo testigo del misterio de la Encarnación,
al que ha prestado conscientemente su colaboración, sino que ha seguido paso a
paso la manifestación progresiva del Hijo que crecía a su lado. Los
acontecimientos son conocidos por los Evangelios. A los doce años, Jesús deja
entrever a María la misión especial que él ha recibido del Padre (cf. Lc 2,
49). Más tarde, cuando dejó Nazaret, su Madre siguió en cierta medida unida a
Él: eso hace pensar el milagro en Caná de Galilea (cf. Jn 2, 1-11) y otros
episodios (cf. Mc, 2 31-35; Mt 12, 46-50;
Lc
8, 19-21). Sobre todo, María fue testigo del misterio de la pasión y de su
culminación en el Calvario
(cf.
Jn 19, 25-27). Aunque no se dice en los textos bíblicos, se puede pensar que
fuera la primera a quien se le apareció el Resucitado. En todo caso, María estaba
presente en su Ascensión al cielo, junto con los Apóstoles en el Cenáculo en
espera de la venida del Espíritu Santo y fue testigo del nacimiento de la
Iglesia el día de Pentecostés.
Pues
bien, esta memoria maternal de María es de suma importancia para la identidad
humana-divina de la
Iglesia. Se puede decir que la memoria del nuevo Pueblo de
Dios la ha tomado de la memoria de María, reviviendo en la celebración
eucarística los acontecimientos y las enseñanzas de Cristo, oídos también de
labios de su Madre. Por lo demás, la Iglesia tiene igualmente una memoria
materna, porque la Iglesia es madre que recuerda. En gran medida,
la
Iglesia custodia lo que vivía en los recuerdos de María.
La
memoria de la Iglesia aumenta a medida que ella misma crece, como ocurre sobre
todo a través del testimonio de los Apóstoles y el sufrimiento de los mártires.
Es algo que se manifiesta progresivamente en la historia, ya desde los Hechos
de los Apóstoles, pero que no se identifica incondicionalmente con la historia. Se denomina
técnicamente con el término Tradición. Es una palabra que hace referencia a la
función activa de recordar transmitiendo. Porque, ¿qué es la Tradición sino el
compromiso asumido por la Iglesia de transmitir (tradere en latín) el misterio
de Cristo y la integridad de su doctrina que ella guarda en la memoria? Es una
tarea para la cual la Iglesia cuenta con la asistencia constante del Espíritu
Santo. En el momento de su despedida, Cristo habla a los Apóstoles del Espíritu
Santo: Él «será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he
dicho» (Jn 14, 26). Así pues, cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, que es
el «memorial» del Señor, lo hace con la ayuda del Espíritu Santo, que, día a
día, despierta y orienta su memoria. La Iglesia debe su identidad esencial a
esta obra del Espíritu, tan magnífica como misteriosa, transmitida de
generación en generación. Y esto dura ya desde hace dos mil años.
La
memoria de esta identidad esencial que Cristo ha dado a su Iglesia es más
fuerte que todas las divisiones introducidas por los hombres. Aunque en los
comienzos del tercer milenio los cristianos estén divididos entre sí, son
conscientes al mismo tiempo de que, en la esencia más genuina de la Iglesia, lo
propio no es la división, sino la
unidad. Y lo son sobre todo porque no olvidan las palabras de
la institución de la Eucaristía: «Haced esto en recuerdo mío»
(Lc
22, 19). Estas palabras son unívocas; palabras que no admiten divisiones ni
escisiones.
La
memoria de María expresa de modo particular esta unidad de la memoria que
acompaña a la Iglesia de generación en generación a lo largo de la historia. Entre
otras razones, porque María es una mujer. En cierto sentido, la memoria
pertenece más al misterio de la mujer que al del varón. Así sucede en la historia
de las familias, de los linajes y de las naciones, y también en la historia de la Iglesia. Hay muchos
motivos para explicar el culto mariano en la Iglesia, la existencia de tantos
santuarios dedicados a María en las diversas regiones de la tierra. A este respecto,
el Concilio Vaticano II se expresó del modo siguiente: María «es figura de la
Iglesia [...] en el orden de la fe, del amor y de la unión perfecta con Cristo.
Ciertamente, en el misterio de la Iglesia, que también es llamada con razón
madre y virgen, la
Santísima Virgen María fue por delante mostrando en forma
eminente y singular el modelo de virgen y madre».7 María fue delante porque es
la memoria más fiel o, mejor, porque su memoria es el más fiel reflejo del
misterio de Dios, transmitido en Ella a la Iglesia y, por la Iglesia, a la
humanidad.
No
se trata sólo del misterio de Cristo. En Él se revela el misterio del hombre
desde su origen. Probablemente no hay otro texto sobre el origen del hombre tan
sencillo y, al mismo tiempo, tan completo como el que se lee en los tres
primeros capítulos del libro del Génesis. En él no sólo se describe la creación
del hombre como varón y mujer (cf. Gn 1, 27), sino que se expone con toda
claridad su singular vocación en el cosmos. Se deja entrever además, de modo
conciso pero suficientemente claro, tanto la verdad del estado originario del
hombre, estado de inocencia y felicidad, como el panorama muy distinto abierto
por el pecado y sus consecuencias —lo que la teología escolástica llama status
naturae lapsae (estado de la naturaleza caída)—, así como la inmediata
iniciativa divina en vista de la Redención
(cf.
Gn 3, 15).
La
Iglesia conserva la memoria de la historia del hombre desde sus comienzos: de
su creación, de su vocación, de su elevación y de su caída. En este marco
esencial discurre toda la historia del hombre, que es la historia de la Redención. La Iglesia
es la madre que, a semejanza de María, guarda en su corazón la historia de sus
hijos, haciendo propios todos los problemas que les atañen.
Esta
verdad ha tenido gran eco en el Gran Jubileo del año 2000. La Iglesia lo vivió
como el jubileo del nacimiento de Jesucristo, pero a la vez como jubileo del
origen del hombre, de la aparición del hombre en el cosmos, de su elevación y
de su vocación. La
Constitución Gaudium et spes dijo certeramente que el
misterio del hombre se revela plenamente sólo en Cristo: «Realmente, el
misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Pues
Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, de Cristo,
el Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre
y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la
grandeza de su vocación» (n. 22). A este respecto, san Pablo se expresa de este
modo: «El primer hombre, Adán, se convirtió en ser vivo. El último Adán, en
espíritu que da vida. El espíritu no fue lo primero: primero vino la vida y
después el espíritu. El primer hombre, hecho de tierra, era terreno; el segundo
hombre es del cielo. Pues igual que el terreno son los hombres terrenos; igual
que el celestial son los hombres celestiales. Nosotros, que somos imagen del
hombre terreno, seremos también imagen del hombre celestial» (1 Co 15, 45-49).
En
esto consistió el significado esencial del Gran Jubileo. La recurrencia del año
2000 fue un acontecimiento importante no sólo para el cristianismo, sino
también para toda la familia humana. La cuestión sobre el hombre, que la
humanidad no cesa de plantearse, encuentra su plena respuesta en Jesucristo. Se
puede decir que el Gran Jubileo del año 2000 fue a la vez el jubileo del
nacimiento de Cristo y de la respuesta a la pregunta sobre el significado y el
sentido del ser humano. Y esto tiene que ver con la memoria. La memoria de
María y la de la Iglesia sirven, una vez más, para hacer que el hombre
encuentre su identidad al filo de los dos milenios.
25/
LA DIMENSIÓN
VERTICAL DE LA HISTORIA DE EUROPA
Hemos
llegado así a la pregunta crucial sobre el hombre y su destino: ¿Cómo se ha de
concebir el sentido más profundo de la historia? ¿Es suficiente una
interpretación que, al plantearse esta cuestión, quede restringida por los
límites del tiempo y del espacio?
Como
es obvio, la historia del hombre se desarrolla en la dimensión horizontal del
espacio y del tiempo. Pero, al mismo tiempo, está como traspasada por una
dimensión vertical. En efecto, la historia no está escrita únicamente por los
hombres. Junto con ellos la escribe también Dios. La Ilustración se alejó
decididamente de esta dimensión de la historia que podríamos llamar
trascendente. En cambio, la Iglesia se Se refiere constantemente a ella. Un
ejemplo elocuente en este sentido fue el Concilio Vaticano II.
¿Cómo
escribe Dios la historia humana? La respuesta la ofrece la Biblia desde los
primeros capítulos del libro del Génesis hasta las últimas páginas del libro
del Apocalipsis. Dios se revela desde el principio de la historia del hombre
como el Dios de la
promesa. Es el Dios de Abraham, el gran patriarca, que, como
dice san Pablo «creyó contra toda esperanza» (Rm 4, 18); aceptó sin vacilar la
promesa de Dios, según la cual sería padre de una gran nación. Aparentemente,
se trataba de una promesa inviable, porque era un hombre anciano y su mujer,
Sara, también estaba entrada en años. En términos humanos, no parecía haber
esperanza alguna de que tuvieran descendencia (cf. Gn 18, 11-14). Y, no
obstante, trajeron al mundo un hijo. Se cumplió la promesa de Dios a Abraham
(cf. Gn 21, 1-7). El niño nacido en la senectud recibe el nombre de Isaac y con
él da comienzo la estirpe de Abraham, que crecería progresivamente hasta
convertirse en una nación. Ésta es Israel, la nación escogida por Dios, y a la
que Él confía las promesas mesiánicas. Toda la historia de Israel se desarrolla
como el tiempo de la espera del cumplimento de esta promesa de Dios.
La
promesa tiene un objetivo concreto: la «bendición» de Dios para Abraham y su
descendencia. La conversación de Dios con él comienza con las palabras: «Haré
de ti un gran pueblo, te bendeciré, haré famoso tu nombre, y será una bendición
[...]. Con tu nombre se bendecirán todas las familias del mundo» (Gn 12, 2-3).
Para comprender el alcance salvador de esta promesa hay que remontarse a los
primeros capítulos del libro del Génesis y, en particular, al tercero, donde se
narra el coloquio de Yahvé con los que fueron dramatis personae de la caída
original. Dios pide cuentas de lo que han hecho, primero al varón y luego a la mujer. Y cuando el varón
culpa a la esposa, a la mujer, ella señala a su vez al tentador
(cf.
Gn 3, 11-13). En efecto, de éste nació la instigación a transgredir la orden de
Dios (cf. Gn 3, 1-5). Es interesante notar, no obstante, que la maldición misma
que Dios dirigió a la serpiente contenía ya la promesa de un plan de salvación
en el futuro. Dios maldice al espíritu maligno, que incita al pecado original
de los primeros seres humanos, pero pronuncia al mismo tiempo palabras que
contienen una primera promesa mesiánica: «Establezco hostilidades entre ti y la
mujer, entre tu estirpe y la suya; ella te herirá en
la
cabeza cuando tú la hieras en el talón» (Gn 3, 15). Es un breve bosquejo en el
que todo queda dicho. Está la promesa de salvación y se puede vislumbrar ya
toda la historia de la humanidad, hasta el Apocalipsis: la mujer anunciada en
el Protoevangelio aparece en las páginas del Apocalipsis vestida de sol y
coronada con doce estrellas, mientras sobre ella se arrojaba el antiguo dragón
queriendo devorar su descendencia
(cf.
Ap 12, 1-6).
Así
pues, durará hasta el fin de los tiempos la lucha entre el bien y el mal, entre
el pecado que la humanidad ha heredado de los primeros padres y la gracia
salvadora traída por Cristo, el Hijo de María. En Él se cumplió la promesa
hecha a Abraham y heredada por Israel. Con su venida comienzan los últimos tiempos,
los tiempos del final escatológico. Dios, quien cumplió su promesa hecha a
Abraham estableciendo la Alianza con Israel por medio de Moisés, en Cristo, su
Hijo, abrió para toda la humanidad la perspectiva de la vida eterna más allá de
los límites de esta historia sobre la tierra. Éste es el extraordinario destino
del hombre: llamado a la dignidad de hijo adoptivo de Dios, acoge esta vocación
en la fe y se compromete en la construcción del Reino en el que culminará
finalmente la historia del género humano en la tierra.
A
este respecto, me vienen a la mente algunos versos que escribí hace años,
hablando sobre el hombre con el Hombre, el Verbo de Dios encarnado, el único en
que la historia adquiere pleno sentido. Decía:
A
Ti clamo, Hombre, te busco;
Hombre
en quien la historia humana
puede
encontrar su cuerpo.
Camino
hacia Ti, y no digo «ven»,
sino
simplemente «sé»;
sé
allá donde no queda huella alguna,
pero
donde el hombre estuvo,
fue
alma, corazón, deseo, sufrimiento y voluntad,
consumido
de sentimientos e inflamado
de
la mayor vergüenza;
sé
como el eterno Sismógrafo de lo invisible pero real.
¡Oh
Hombre en quien se encuentran
el
origen y el fin de cada hombre,
en
cuya intimidad no hay pesadumbre,
ni
penumbra, sino sólo corazón!
Hombre
en el que cada hombre
puede
encontrar el más profundo designio
y
la raíz de sus propios hechos:
espejo
de la vida y de la muerte contemplando
la
corriente humana;
a
Ti —Hombre— llego constantemente
vadeando
el exiguo río de la historia,
caminando
hacia cada corazón, cada pensamiento
(la
historia, hacinamiento de los pensamientos
y
las muertes de los corazones).
Busco
tu Cuerpo para toda la historia,
busco
tu profundidad.8
He
aquí la respuesta a la pregunta esencial: el sentido más hondo de la historia
rebasa la historia y encuentra la plena explicación en Cristo, Dios-Hombre. La
esperanza cristiana supera los límites del tiempo. El Reino de Dios se inserta
y se desarrolla en la historia humana, pero su meta es la vida futura. La
humanidad está llamada a traspasar el confín de
la
muerte, e incluso de la sucesión misma de los siglos, para encontrar el refugio
definitivo en la eternidad, al lado de Cristo glorioso y en la comunión
trinitaria. «Esperaban seguros la inmortalidad» (Sb 3, 4).
EPÍLOGO
La
última conversación tuvo lugar en el pequeño comedor del palacio pontificio de
Castel Gandolfo. Participó también el secretario del Santo Padre, Monseñor
Stanisl-aw Dziwisz.
26/
«ALGUIEN desvió ESTA BALA»
¿Cómo
se desarrollaron verdaderamente los hechos de aquel 13 de mayo de 1981? El
atentado y todo lo que comportó, ¿no revelaron alguna verdad sobre el papado,
tal vez olvidada? ¿No se podría leer en ellos un mensaje peculiar de su misión
personal, Santo Padre? Usted visitó en la cárcel al autor del atentado y se
encontró con él cara a cara. ¿Cómo ve hoy aquellos sucesos, después de tantos
años? ¿Qué significado han tenido en su vida el atentado y los demás
acontecimientos relacionados con él?
Juan
Pablo II: Todo esto ha sido una muestra de la gracia divina. Veo en ello una
cierta analogía con la prueba a la que fue sometido el cardenal Wyszyn´ski
durante su prisión. Sólo que la experiencia del primado de Polonia duró más de
tres años, mientras que la mía fue más bien breve, apenas unos meses. Agca
sabía cómo disparar y disparó ciertamente a dar. Pero fue como si alguien
hubiera guiado y desviado esa bala...
Stanisl-aw
Dziwisz: Agca tiró a matar. Aquel disparo debería haber sido mortal. La bala
atravesó el cuerpo del Santo Padre, hiriéndolo en el vientre, en el codo
derecho y en el dedo índice izquierdo. El proyectil cayó después entre el Papa
y yo. Oí dos disparos más, y dos personas que estaban a nuestro lado cayeron
heridas.
Pregunté
al Santo Padre: «¿Dónde?» Contestó: «En el vientre.» «¿Le duele?» «Duele.»
No
había ningún médico cerca. No había tiempo para pensar. Trasladamos
inmediatamente al Santo Padre a la ambulancia y a toda velocidad fuimos al
Policlínico Gemelli. El Santo Padre iba rezando a media voz. Después, ya
durante el trayecto, perdió el conocimiento.
Varios
factores fueron decisivos para salvar su vida. Uno de ellos fue el tiempo, el
tiempo empleado para llegar a la clínica: unos minutos más, un pequeño
obstáculo en el camino, y hubiera llegado demasiado tarde. En todo esto se ve
la mano de Dios. Todos los detalles lo indican.
Juan
Pablo II: Sí, me acuerdo de aquel traslado al hospital. Estuve consciente poco
tiempo. Tenía la sensación de que podría superar aquello. Estaba sufriendo, y
esto me daba motivos para tener miedo, pero mantenía una extraña confianza.
Dije
a don Stanisl-aw que perdonaba al agresor. Lo que pasó en el hospital, ya no lo
recuerdo.
Stanisl-aw
Dziwisz: Casi inmediatamente después de la llegada al policlínico llevaron al
Santo Padre al quirófano. La situación era muy grave. Su organismo había
perdido mucha sangre. La tensión arterial bajaba dramáticamente, el latido del
corazón apenas era perceptible. Los médicos me sugirieron que administrara la
Unción de los Enfermos al Santo Padre. Lo hice de inmediato.
Juan
Pablo II: Prácticamente estaba ya del otro lado.
Stanisl-aw
Dziwisz: Después hicieron al Santo Padre una transfusión de sangre.
Juan
Pablo II: Las complicaciones posteriores y el retardo en todo el proceso de
restablecimiento fueron, después de todo, consecuencias de aquella transfusión.
Stanisl-aw
Dziwisz: El organismo rechazó la primera sangre. Pero se encontraron médicos
del mismo hospital que donaron su propia sangre para el Santo Padre. Esta
segunda transfusión tuvo éxito. Los médicos hicieron la operación sin muchas
esperanzas de que el paciente sobreviviría. Como es comprensible, no se
preocuparon para nada del dedo índice traspasado por la bala. Me dijeron: «Si
sobrevive, ya se hará algo después para resolver este problema.» En realidad,
la herida del dedo cicatrizó sola, sin ninguna intervención particular.
Después
de la operación, llevaron al Santo Padre a la sala de reanimación. Los médicos
temían una infección que, en aquella situación, podía ser fatal. Algunos
órganos internos del Santo Padre estaban gravemente afectados. La operación fue
muy difícil. Pero, finalmente, todo cicatrizó perfectamente y sin
complicaciones, aunque todos saben que éstas son frecuentes tras una
intervención tan compleja.
Juan
Pablo II: En Roma el Papa moribundo, en Polonia el luto... En mi Cracovia, los
estudiantes organizaron una manifestación: la «marcha blanca.»1 Cuando fui a
Polonia, dije: He venido para agradeceros «marcha blanca». Estuve también en
Fátima para dar gracias a la Virgen.
¡Dios
mío! Esto fue una dura experiencia. Me desperté sólo al día siguiente, hacia el
mediodía. Y dije a don Stanisl-aw: «Anoche no recé Completas.»
Stanisl-aw
Dziwisz: Para ser más exactos, Usted, Santo Padre, me preguntó: «¿He rezado ya
Completas?» Porque pensaba que todavía era el día anterior.
Juan
Pablo II: No me daba cuenta alguna de todo lo que sabía don Stanisl-aw. No me
decían que la situación era tan grave. Además, había estado inconsciente
durante bastante tiempo.
Al
despertar, me hallaba incluso de bastante buen ánimo. Por lo menos al
principio.
Stanisl-aw
Dziwisz: Los tres días siguientes fueron terribles. El Santo Padre sufría
muchísimo. Porque tenía drenajes y cortes por todos los lados. No obstante, la
convalecencia seguía un proceso muy rápido. A comienzos de junio, el Santo
Padre volvió a casa. Ni siquiera tuvo que seguir una dieta especial.
Juan
Pablo II: Como se ve, mi organismo es bastante fuerte.
Stanisl-aw
Dziwisz: Algo más tarde, el organismo fue atacado por un virus peligroso, como
consecuencia de la primera transfusión o tal vez del agotamiento general. Se
había suministrado al Santo Padre una enorme cantidad de antibióticos para
protegerlo de la
infección. Pero eso redujo notablemente sus defensas
inmunológicas. Comenzó a desarrollarse así otra enfermedad. El Santo Padre fue
llevado de nuevo al hospital.
Gracias
a una terapia intensiva, su estado de salud mejoró de tal manera que los
médicos estimaron que se podía acometer una nueva operación para completar las
intervenciones quirúrgicas realizadas el día del atentado. El Santo Padre
escogió el 5 de agosto, el día de Nuestra Señora de las Nieves, que en el
calendario litúrgico figura como el día de la Dedicación de la Basílica de
Santa María la Mayor.
También
aquella segunda fase fue superada. El 13 de septiembre, tres meses después del
atentado, los médicos emitieron un comunicado en el que informaban de la
conclusión de los cuidados clínicos. El paciente pudo regresar definitivamente
a casa.
Cinco
meses después del atentado, el Papa volvió a asomarse a la plaza de San Pedro
para recibir de nuevo a los fieles. No demostraba sombra alguna de temor ni de
estrés, por más que los médicos hubieran advertido de esta posibilidad. Dijo
entonces: «Y de nuevo me he hecho deudor de la Santísima Virgen
y de todos los santos Patronos. ¿Podría olvidar que el evento en la plaza de San
Pedro tuvo lugar el día y a la hora en que, hace más de sesenta años, se
recuerda en Fátima, Portugal, la primera aparición de la Madre de Cristo a los
pobres niños campesinos? Porque, en todo lo que me ha sucedido precisamente ese
día, he notado la extraordinaria materna protección y solicitud, que se ha
manifestado más fuerte que el proyectil mortífero.»
Juan
Pablo II: Durante el tiempo de Navidad de 1983 visité al autor del atentado en la cárcel. Conversamos
largamente. Alí Agca, como dicen todos, es un asesino profesional. Esto
significa que el atentado no fue iniciativa suya, sino que algún otro lo
proyectó, algún otro se lo encargó. Durante toda la conversación se vio
claramente que Alí Agca continuaba preguntándose cómo era posible que no le saliera
bien el atentado. Porque había hecho todo lo que tenía que hacer, cuidando
hasta el último detalle. Y, sin embargo, la víctima designada escapó de la
muerte. ¿Cómo podía ser?
Lo
interesante es que esta inquietud lo había llevado al ámbito religioso. Se preguntaba
qué ocurría con aquel misterio de Fátima y en qué consistía dicho secreto. Lo
que más le interesaba era esto; lo que, por encima de todo, quería saber.
Mediante
aquellas preguntas insistentes, tal vez manifestaba haber percibido lo que era
verdaderamente importante. Alí Agca había intuido probablemente que, por encima
de su poder, el poder de disparar y de matar, había una fuerza superior. Y,
entonces, había comenzado a buscarla. Espero que la haya encontrado.
Stanisl-aw
Dziwisz: Considero un don del cielo el milagroso retorno del Santo Padre a la
vida y a la salud. El
atentado, en su aspecto humano, sigue siendo un misterio. No lo ha aclarado ni
el proceso, ni la larga reclusión en cárcel del agresor. Fui testigo de la
visita del Santo Padre a Alí Agca en la cárcel. El Papa lo
había perdonado públicamente ya en su primera alocución después del atentado.
Por parte del prisionero nunca le he oído pronunciar las palabras: «Pido
perdón.» Le interesaba únicamente el secreto de Fátima. El Santo Padre recibió
varias veces a la madre y los familiares del ejecutor, y con frecuencia
preguntaba por él a los capellanes del instituto penitenciario.
En
el aspecto divino, el misterio consiste en todo el desarrollo de este
acontecimiento dramático, que debilitó la salud y las fuerzas del Santo Padre,
pero que en modo alguno aminoró la eficacia y fecundidad de su ministerio
apostólico en la Iglesia y en el mundo.
Pienso
que no es ninguna exageración aplicar en este caso el dicho: Sanguis martyrum
semen christianorum.2 Tal vez había necesidad de esta sangre en la plaza de San
Pedro, en el lugar del martirio de muchos de los primeros cristianos.
El
primer fruto de esta sangre fue sin duda la unión de toda la Iglesia en la gran
oración por la salud del Papa. Durante toda la noche después del atentado, los
peregrinos venidos para la audiencia general y una creciente multitud de
romanos rezaban en la plaza de San Pedro. Los días sucesivos, en las
catedrales, iglesias y capillas de todo el mundo, se celebraron misas y se elevaron
plegarias por la recuperación del Papa. El mismo Santo Padre decía a este
respecto: «Me resulta difícil pensar en esto sin emoción. Sin una profunda
gratitud para todos. Hacia todos los que el día 13 de mayo se reunieron en
oración. Y hacia todos los que han perseverado en ella durante este tiempo
[...]. Estoy agradecido a Cristo Señor y al Espíritu Santo, el cual, mediante
este evento, que tuvo lugar en la plaza de San Pedro el día 13 de mayo a las
17.17, ha inspirado a tantos corazones para la oración común. Y, al pensar en
esta gran oración, no puedo olvidar las palabras de los Hechos de los Apóstoles
que se refieren a Pedro: "La Iglesia oraba insistentemente a Dios por
él" (Hch 12, 5)».3
Juan
Pablo II: Vivo constantemente convencido de que en todo lo que digo y hago en
cumplimiento de mi vocación y misión, de mi ministerio, hay algo que no sólo es
iniciativa mía. Sé que no soy el único en lo que hago como Sucesor de Pedro.
Pensemos,
por ejemplo, en el sistema comunista. Ya he dicho precedentemente que su caída
se debió principalmente a los defectos de su doctrina económica. Pero quedarse
únicamente en los factores económicos sería una simplificación más bien
ingenua. Por otro lado, también sé que sería ridícu-lo considerar al Papa como
el que derribó con sus manos el comunismo.
Pienso
que la explicación se halla en el Evangelio. Cuando los primeros discípulos
enviados en misión vuelven a Cristo, dicen: «Hasta los demonios se nos someten
en tu nombre» (Lc 10, 17). Cristo les contesta: «No estéis alegres porque se os
someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en
el cielo» (Lc 10, 20). Y en otra ocasión añade: «Decid: "Somos unos pobres
siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer"» (Lc 17, 10).
Siervos
inútiles... La conciencia del «siervo inútil» crece en mí en medio de todo lo
que ocurre a mi alrededor, y pienso que me va bien así.
Volvamos
al atentado: creo que haya sido una de las últimas convulsiones de las
ideologías de las prepotencias surgidas en el siglo xx. El fascismo y el
hitlerismo propugnaban la imposición por la fuerza, al igual que el comunismo.
Una imposición similar se ha desarrollado en Italia con las Brigadas Rojas,
asesinando a personas inocentes y honestas.
Al
leer de nuevo hoy, después de algunos años, la transcripción de las
conversaciones grabadas entonces, noto que las manifestaciones de los «años de
plomo» se han atenuado notablemente. No obstante, en este último período se han
extendido en el mundo las llamadas «redes del terror», que son una amenaza
constante para millones de inocentes. Se ha tenido una impresionante
confirmación en la destrucción de las Torres Gemelas de Nueva York (11
septiembre 2001), en el atentado en la Estación de Atocha en Madrid (11 marzo
2004) y en la masacre de Beslan en Osetia (1-3 septiembre 2004). ¿Dónde nos
llevarán estas nuevas erupciones de violencia?
La
caída del nazismo, primero, y después de la Unión Soviética ,
es la confirmación de una derrota. Ha mostrado toda la insensatez de la
violencia a gran escala, que había sido teorizada y puesta en práctica por
dichos sistemas. ¿Querrán los hombres tomar nota de las dramáticas lecciones
que la historia les ha dado? O, por el contrario, ¿cederán ante las pasiones
que anidan en el alma, dejándose llevar una vez más por las insidias nefastas
de la violencia?
El
creyente sabe que la presencia del mal está siempre acompañada por la presencia
del bien, de la
gracia. San Pablo escribió: «No hay proporción entre la culpa
y el don: si por la culpa de uno murieron todos, mucho más, gracias a un solo
hombre, Jesucristo, la benevolencia y el don de Dios desbordaron sobre todos»
(Rm 5, 15). Estas palabras siguen siendo actuales en nuestros días. La
Redención continúa. Donde crece el mal, crece también la esperanza del bien. En
nuestros tiempos, el mal ha crecido desmesuradamente, sirviéndose de los
sistemas perversos que han practicado a gran escala la violencia y la prepotencia. No me
refiero ahora al mal cometido individualmente por los hombres movidos por
objetivos o motivos personales. El del siglo xx no fue un mal en edición
reducida, «artesanal», por llamarlo así. Fue el mal en proporciones
gigantescas, un mal que ha usado las estructuras estatales mismas para llevar a
cabo su funesto cometido, un mal erigido en sistema.
Pero,
al mismo tiempo, la gracia de Dios se ha manifestado con riqueza
sobreabundante. No existe mal del que Dios no pueda obtener un bien más grande.
No hay sufrimiento que no sepa convertir en camino que conduce a Él. Al
ofrecerse libremente a la pasión y a la muerte en la Cruz, el Hijo de Dios
asumió todo el mal del pecado. El sufrimiento de Dios crucificado no es sólo
una forma de dolor entre otros, un dolor más o menos grande, sino un
sufrimiento incomparable. Cristo, padeciendo por todos nosotros, ha dado al
sufrimiento un nuevo sentido, lo ha introducido en una nueva dimensión, en otro
orden: en el orden del amor. Es verdad que el sufrimiento entra en la historia
del hombre con el pecado original. El pecado es ese «aguijón» (cf. 1 Co 15,
55-56) que causa dolor e hiere a muerte la existencia humana. Pero la pasión de
Cristo en la cruz ha dado un sentido totalmente nuevo al sufrimiento y lo ha
transformado desde dentro. Ha introducido en la historia humana, que es una
historia de pecado, el sufrimiento sin culpa, el sufrimiento afrontado
exclusivamente por amor. Es el sufrimiento que abre la puerta a la esperanza de
la liberación, de la eliminación definitiva del «aguijón» que desgarra la humanidad. Es el
sufrimiento que destruye y consume el mal con el fuego del amor, y aprovecha
incluso el pecado para múltiples brotes de bien.
Todo
sufrimiento humano, todo dolor, toda enfermedad, encierra en sí una promesa de
liberación, una promesa de la alegría: «Me alegro de sufrir por vosotros»,
escribe san Pablo (Col 1, 24). Esto se refiere a todo sufrimiento causado por
el mal, y es válido también para el enorme mal social y político que estremece
el mundo y lo divide: el mal de las guerras, de la opresión de las personas y
los pueblos; el mal de la injusticia social, del desprecio de la dignidad
humana, de la discriminación racial y religiosa; el mal de la violencia, del
terrorismo y de la carrera de armamentos. Todo este sufrimiento existe en el
mundo también para despertar en nosotros el amor, que es la entrega de sí mismo
al servicio generoso y desinteresado de los que se ven afectados por el
sufrimiento.
En
el amor, que tiene su fuente en el Corazón de Jesús, está la esperanza del
futuro del mundo. Cristo es el Redentor del mundo: «Nuestro castigo saludable
vino sobre él, sus cicatrices nos curaron» (Is 53, 5).
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